A lo mejor no es la crisis. Puede que se sumen varias cosas: el agotamiento de la cocina de vanguardia tal como la conocíamos hasta el cierre de ElBulli, la crisis -si, algo tendrá que ver-, la indefinición de una nueva etapa en la que me temo que todavía no sabemos muy bien dónde situarnos. No sé exactamente qué es, pero hay cosas en la cocina de 2013 que desde mi punto de vista están fallando.
Anna suele hablar, más que de la relación calidad/precio, de la relación felicidad/precio. Esa relación que lo es todo, porque al final el coste, por muy importante que sea, no es lo fundamental. Hay comidas que cuestan 150€ y son memorables y otras de 30 de triste recuerdo (o lo que es peor, de ningún tipo de recuerdo en absoluto, comidas que van directamente al olvido). Y al revés. No depende del dinero. Depende de la felicidad que consigues de esa inversión económica.
Porque al final se trata de eso, de felicidad; de la satisfacción por el tiempo y el dinero empleados en una experiencia enriquecedora, lúdica, didáctica, culturalmente estimulante, simplemente sabrosa... los enfoques pueden ser casi tantos como restaurantes. Pero si tres meses después no te acuerdas de un plato o de una atmósfera y el recuerdo te hace sonreir, algo está fallando.
En la España de 2013, en la que sigue habiendo propuesta innovadoras, cocineros con una personalidad a prueba de bombas y platos -menús enteros, a veces- absolutamente brillantes hay, sin embargo, síntomas de que una parte del sector gastronómico puede estar sufriendo una cierta desconexión de la realidad. Normalmente hablamos de las partes bonitas del asunto pero, para qué lo voy a negar, después de unas cuantas semanas dándole vueltas al tema lo cierto es que creo que no poner las partes menos atractivas encima de la mesa no le hace un favor a nadie. Hacerlo, con intención constructiva, me parece de lo más beneficioso.
Pues bien, en todo esto hay dos enfoques paralelos pero diferentes que me interesan: por un lado está una cuestión de enfoque que seguramente tiene que ver con este momento de post-vanguardia que vivimos. La otra, probablemente vista desde una óptica más personal, tiene que ver con la situación económica y con la responsabilidad social que, desde mi punto de vista, tiene la cocina. Así que vamos por partes.
Recuerdo como hace una década o menos había una cierta efervescencia en el aire en todo lo relativo al mundillo gastronómico. Recuerdo la sensación de que el sector de la alta cocina estaba siendo capaz de salir de un nicho marcado por toda una serie de estereotipos -elitismo, precios elevados, frivolidad- para abrirse a nuevos públicos. Recuerdo como, con veintitantos y una beca equivalente al salario mínimo de la época podía, de vez en cuando, ir a restaurantes de lo que para mi era una gama alta completamente nueva. Y lo que es más, como en otras mesas había gente parecida a mi, con un perfil de edad, cultural o económico semejante.
Yo vivía en Galicia, que por entonces era especialmente económica en este sector en comparación con otras zonas (salir a comer aquí en un restaurante gama alta costaba, fácilmente, la mitad o menos que en el equivalente en Madrid ¿Sigue siendo así hoy?. Dejo la pregunta en el aire), pero recuerdo lo mismo en visitas a restaurantes en Castilla, en Madrid, en Asturias o en Barcelona. Recuerdo por entonces el boom de los congresos (Forum nace en 2000, Madridfusión en 2003...), la primera oleada de blogs, etc. Había una sensación de estar asistiendo a algo nuevo y emocionante, de estar en ello como clientes, de estar escribiendo desde tu blog y estar formando parte (a tu escala) de todo aquello.
Y en 2008 llegó la crisis. Hemos tardado un tiempo en darnos cuenta, porque para estas cosas hace falta perspectiva, pero el ambiente ha cambiado en estos años. La capacidad adquisitiva del cliente (en media) ha bajado, pero los precios de los restaurantes no. Al contrario, han subido. En algunos casos se han duplicado o prácticamente cuadruplicado en una década. Y seguramente en muchos de esos casos habrá motivos razonables para un incremento de precios (siempre que sea también razonable) pero me pregunto si la experiencia de un cliente que hoy paga un 300% más que en 2004 -cuando más que probablemente gana lo mismo o menos que entonces- es también un 300% más satisfactoria, porque si no lo es algo está fallando. Y ahí entra la relación felicidad/precio. ¿Cuestan los alquileres hoy más que hace 5 años? ¿Son mál altos los sueldos de los empleados (cuánto?), las plantillas más amplias...? Más preguntas que dejo en el aire.
Por un lado ese incremento constante de precios (en el que hay excepciones) va devolviendo a ese tipo de cocina al nicho minoritario y elitista en el que muchos la situaba. Hoy vuelvo a muchos de esos restaurantes y el perfil medio de cliente parece haber cambiado. Vuelve a ser algo excepcional (no tanto por la experiencia como por la imposibilidad de acceder a ella con cierta frecuencia por parte de una mayoría creciente). Como un Rolex o el spa de un hotel de 5 estrellas. Algo que hace seis o siete años estaban dejando de ser. Vuelven a ser un objeto de deseo, inalcanzable para muchos. Y eso los coloca en un sitio bien diferente.
La cocina, si pretende ser algo más que un simple objeto de consumo, no puede perder la conexión con la realidad. Si pretende, como tantas veces se ha argumentado en estos años, ser una experiencia cultural trascendente y no un consumo de productos vacío de significado, tiene que buscar la conexión con la realidad, no desvincularse de ella. Y si pretende tener ese papel (que yo creo que le corresponde) tiene también una responsabilidad, al igual que la tiene cualquier otra esfera del ámbito cultural: una responsabilidad didáctica y una responsabilidad difusora. Tiene la responsabilidad de transmitir la innovación gastronómica a capas cada vez más amplias de la sociedad; tiene la responsabilidad de ser el escaparate de propuestas sostenibles; tiene la responsabilidad de demostrar su propio potencial como elemento cultural. O de lo contrario resignarse a ser un mero objeto de consumo, una camiseta mona de la que nadie se acordará el año que viene porque habrá otra camiseta más mona y más de moda. Pero la revolución gastronómica en España no era eso, aunque ahora lo parezca en algunos casos.
Y no hablo de precios. Estoy completamente de acuerdo con Ferran Adrià en que la alta cocina tiene que ser cara, por su propia naturaleza, pero también porque hay que crear la conciencia en el público de que es un producto que es el resultado del trabajo de equipo amplios y muy capacitados, que exige unas infraestructuras costosas, un proceso de elaboración largo en el tiempo, etc. Creo que eso es necesario y tiene su sitio en el mercado. Por otro lado, también estoy de acuerdo con él -y esta es la parte que afecta al tema del post- en que, por sus características, no puede haber muchos restaurantes de alta cocina. Necesariamente tendrán que ser pocos.
¿Qué pasa con el resto, entonces? Desde mi punto de vista tienen que encontrar su lugar como transmisores de la creatividad de esa élite minoritaria hacia sectores más amplios de la sociedad, cosa que no se puede hacer a precios de alta cocina (lo que, por otra parte, sería además un engaño) o tienen que ser capaces de encontrar la fórmula, que parecía tan a la vista en 2006, para aplicar todos esos mecanismos ensayados en la élite de la alta cocina, a una cocina personal y autóctona. El problema ahora mismo, en 2013, desde mi punto de vista, es que ese equilibrio no se encuentra y, por lo tanto, se avanza cada vez más rápido hacia una desconexión entre cocina contemporánea y sociedad, una desconexión que no beneficia ni a unos ni a otros.
El tema de los precios, aunque no es el único que afecta, es clave. Subir precios de manera constante (y significativa) en 2009, 2010, 2011, 2012... es perder clientes por la base. Y no importa si los ganas por arriba (cosa que no siempre pasa), porque por arriba esa pirámide es siempre más estrecha. Los estás perdiendo por la base, por donde hay más capacidad de crecimiento, por donde hay más capacidad de formar audiencias. Si es una huida hacia delante -la clase media en España está cada vez peor, apuntemos hacia la clase económicamente pudiente- puede ser comprensible desde el punto de vista del negocio, aunque personalmente me parece un error que le resta profundidad a la propuesta y que pagaremos -todos- más pronto que tarde. Pero los negocios son los negocios y poco puedo objetar desde ese punto de vista.
El problema puede estar en lo que Marco Bolasco definía en su blog como un modelo de negocio que ha pasado de enfocarse hacia la necesidad del cliente para centrarse en las necesidades del cocinero. La proliferación de menús largos y estrechos o la supresión de la carta, que tendrán sentido en casos concretos parecen apuntar, en muchos otros, más a la necesidad de eco mediático o de atención por parte de las guías que a la mejora de la satisfacción del cliente. Somos pocos, seguimos siendo una minoría, los que disfrutamos (y no siempre) de una sucesión de 25 platos. No todo el mundo quiere, ni lo entiende. Y lo que es más, no siempre es necesario o tiene sentido. De nuevo la relación felicidad/precio. También Dissapore hablaba hace poco de lo mismo.
Entiendo perfectamente la necesidad de estar en las guías, cómo afecta eso al flujo de determinados clientes y cómo puede condicionar el futuro de determinados restaurantes. Pero entiendo también que a veces en esa persecución de la estrella o del sol, de medio punto más en la reseña de tal o cual periódico se pierde un cierto sentido del contexto, de la proximidad. Y eso es un peligro, desde mi punto de vista.
Como apuntaba Philippe Regol, son malos tiempos para la lírica gastronomíca. Lo cual no quiere decir que no sea posible (y necesaria) la creatividad. Pero son tiempos para el sentidiño, para entender el contexto, al cliente (no sólo al prescriptor), para leer el entorno y no sólo los medios especializados. Stefano Bonilli decía hace unos días: se acabó el tiempo del cocinero que no escucha, que hace su recorrido de investigación, (...) se está acabando una época sin que inicie otra. También hay que decir que su texto continúa diciendo que "la investigación debe continuar". No certifica la muerte de la cocina de vanguardia, solamente de determinados modos de entenderla, de formas de relacionarse con el comensal.
No necesitamos hablar de los cierres que se están sucediendo aquí, en Portugal (Bocca, Gemelli) o en Italia (Lopriore). Me centraría, más bien, en las fórmulas de negocio que funcionan, que permiten que grandísimos cocineros desarrollen propuestas cargadas de sentido que son, además, un éxito de público (y de crítica). Creo que lo que necesitamos, en realidad, es cuestionarnos qué modelo de cocina queremos: una cocina abierta cada vez a más público y adaptada a la época en la que vive o una cocina diseñada como artículo de lujo, de usar y tirar, culturalmente descontextualizada y completamente al margen de lo que pase a su alrededor.
En los últimos meses he visitado algunos restaurantes en los que mi experiencia ha sido memorable. Lugares de todo tipo de precios y planteamientos. No querria que este texto se entienda como el resultado de la desesperanza. Al contrario, esas visitas me hacen seguir siendo tan optimista como siempre en cuanto a la continuidad de la vanguardia gastronómica. No lo soy tanto, es cierto, en cuanto a la socialización de de esa vanguardia. Pero eso, me temo, tendrá que esperar a que la crisis comience a amainar.
Anna suele hablar, más que de la relación calidad/precio, de la relación felicidad/precio. Esa relación que lo es todo, porque al final el coste, por muy importante que sea, no es lo fundamental. Hay comidas que cuestan 150€ y son memorables y otras de 30 de triste recuerdo (o lo que es peor, de ningún tipo de recuerdo en absoluto, comidas que van directamente al olvido). Y al revés. No depende del dinero. Depende de la felicidad que consigues de esa inversión económica.
Porque al final se trata de eso, de felicidad; de la satisfacción por el tiempo y el dinero empleados en una experiencia enriquecedora, lúdica, didáctica, culturalmente estimulante, simplemente sabrosa... los enfoques pueden ser casi tantos como restaurantes. Pero si tres meses después no te acuerdas de un plato o de una atmósfera y el recuerdo te hace sonreir, algo está fallando.
En la España de 2013, en la que sigue habiendo propuesta innovadoras, cocineros con una personalidad a prueba de bombas y platos -menús enteros, a veces- absolutamente brillantes hay, sin embargo, síntomas de que una parte del sector gastronómico puede estar sufriendo una cierta desconexión de la realidad. Normalmente hablamos de las partes bonitas del asunto pero, para qué lo voy a negar, después de unas cuantas semanas dándole vueltas al tema lo cierto es que creo que no poner las partes menos atractivas encima de la mesa no le hace un favor a nadie. Hacerlo, con intención constructiva, me parece de lo más beneficioso.
Pues bien, en todo esto hay dos enfoques paralelos pero diferentes que me interesan: por un lado está una cuestión de enfoque que seguramente tiene que ver con este momento de post-vanguardia que vivimos. La otra, probablemente vista desde una óptica más personal, tiene que ver con la situación económica y con la responsabilidad social que, desde mi punto de vista, tiene la cocina. Así que vamos por partes.
Recuerdo como hace una década o menos había una cierta efervescencia en el aire en todo lo relativo al mundillo gastronómico. Recuerdo la sensación de que el sector de la alta cocina estaba siendo capaz de salir de un nicho marcado por toda una serie de estereotipos -elitismo, precios elevados, frivolidad- para abrirse a nuevos públicos. Recuerdo como, con veintitantos y una beca equivalente al salario mínimo de la época podía, de vez en cuando, ir a restaurantes de lo que para mi era una gama alta completamente nueva. Y lo que es más, como en otras mesas había gente parecida a mi, con un perfil de edad, cultural o económico semejante.
Yo vivía en Galicia, que por entonces era especialmente económica en este sector en comparación con otras zonas (salir a comer aquí en un restaurante gama alta costaba, fácilmente, la mitad o menos que en el equivalente en Madrid ¿Sigue siendo así hoy?. Dejo la pregunta en el aire), pero recuerdo lo mismo en visitas a restaurantes en Castilla, en Madrid, en Asturias o en Barcelona. Recuerdo por entonces el boom de los congresos (Forum nace en 2000, Madridfusión en 2003...), la primera oleada de blogs, etc. Había una sensación de estar asistiendo a algo nuevo y emocionante, de estar en ello como clientes, de estar escribiendo desde tu blog y estar formando parte (a tu escala) de todo aquello.
Y en 2008 llegó la crisis. Hemos tardado un tiempo en darnos cuenta, porque para estas cosas hace falta perspectiva, pero el ambiente ha cambiado en estos años. La capacidad adquisitiva del cliente (en media) ha bajado, pero los precios de los restaurantes no. Al contrario, han subido. En algunos casos se han duplicado o prácticamente cuadruplicado en una década. Y seguramente en muchos de esos casos habrá motivos razonables para un incremento de precios (siempre que sea también razonable) pero me pregunto si la experiencia de un cliente que hoy paga un 300% más que en 2004 -cuando más que probablemente gana lo mismo o menos que entonces- es también un 300% más satisfactoria, porque si no lo es algo está fallando. Y ahí entra la relación felicidad/precio. ¿Cuestan los alquileres hoy más que hace 5 años? ¿Son mál altos los sueldos de los empleados (cuánto?), las plantillas más amplias...? Más preguntas que dejo en el aire.
Por un lado ese incremento constante de precios (en el que hay excepciones) va devolviendo a ese tipo de cocina al nicho minoritario y elitista en el que muchos la situaba. Hoy vuelvo a muchos de esos restaurantes y el perfil medio de cliente parece haber cambiado. Vuelve a ser algo excepcional (no tanto por la experiencia como por la imposibilidad de acceder a ella con cierta frecuencia por parte de una mayoría creciente). Como un Rolex o el spa de un hotel de 5 estrellas. Algo que hace seis o siete años estaban dejando de ser. Vuelven a ser un objeto de deseo, inalcanzable para muchos. Y eso los coloca en un sitio bien diferente.
La cocina, si pretende ser algo más que un simple objeto de consumo, no puede perder la conexión con la realidad. Si pretende, como tantas veces se ha argumentado en estos años, ser una experiencia cultural trascendente y no un consumo de productos vacío de significado, tiene que buscar la conexión con la realidad, no desvincularse de ella. Y si pretende tener ese papel (que yo creo que le corresponde) tiene también una responsabilidad, al igual que la tiene cualquier otra esfera del ámbito cultural: una responsabilidad didáctica y una responsabilidad difusora. Tiene la responsabilidad de transmitir la innovación gastronómica a capas cada vez más amplias de la sociedad; tiene la responsabilidad de ser el escaparate de propuestas sostenibles; tiene la responsabilidad de demostrar su propio potencial como elemento cultural. O de lo contrario resignarse a ser un mero objeto de consumo, una camiseta mona de la que nadie se acordará el año que viene porque habrá otra camiseta más mona y más de moda. Pero la revolución gastronómica en España no era eso, aunque ahora lo parezca en algunos casos.
Y no hablo de precios. Estoy completamente de acuerdo con Ferran Adrià en que la alta cocina tiene que ser cara, por su propia naturaleza, pero también porque hay que crear la conciencia en el público de que es un producto que es el resultado del trabajo de equipo amplios y muy capacitados, que exige unas infraestructuras costosas, un proceso de elaboración largo en el tiempo, etc. Creo que eso es necesario y tiene su sitio en el mercado. Por otro lado, también estoy de acuerdo con él -y esta es la parte que afecta al tema del post- en que, por sus características, no puede haber muchos restaurantes de alta cocina. Necesariamente tendrán que ser pocos.
¿Qué pasa con el resto, entonces? Desde mi punto de vista tienen que encontrar su lugar como transmisores de la creatividad de esa élite minoritaria hacia sectores más amplios de la sociedad, cosa que no se puede hacer a precios de alta cocina (lo que, por otra parte, sería además un engaño) o tienen que ser capaces de encontrar la fórmula, que parecía tan a la vista en 2006, para aplicar todos esos mecanismos ensayados en la élite de la alta cocina, a una cocina personal y autóctona. El problema ahora mismo, en 2013, desde mi punto de vista, es que ese equilibrio no se encuentra y, por lo tanto, se avanza cada vez más rápido hacia una desconexión entre cocina contemporánea y sociedad, una desconexión que no beneficia ni a unos ni a otros.
El tema de los precios, aunque no es el único que afecta, es clave. Subir precios de manera constante (y significativa) en 2009, 2010, 2011, 2012... es perder clientes por la base. Y no importa si los ganas por arriba (cosa que no siempre pasa), porque por arriba esa pirámide es siempre más estrecha. Los estás perdiendo por la base, por donde hay más capacidad de crecimiento, por donde hay más capacidad de formar audiencias. Si es una huida hacia delante -la clase media en España está cada vez peor, apuntemos hacia la clase económicamente pudiente- puede ser comprensible desde el punto de vista del negocio, aunque personalmente me parece un error que le resta profundidad a la propuesta y que pagaremos -todos- más pronto que tarde. Pero los negocios son los negocios y poco puedo objetar desde ese punto de vista.
El problema puede estar en lo que Marco Bolasco definía en su blog como un modelo de negocio que ha pasado de enfocarse hacia la necesidad del cliente para centrarse en las necesidades del cocinero. La proliferación de menús largos y estrechos o la supresión de la carta, que tendrán sentido en casos concretos parecen apuntar, en muchos otros, más a la necesidad de eco mediático o de atención por parte de las guías que a la mejora de la satisfacción del cliente. Somos pocos, seguimos siendo una minoría, los que disfrutamos (y no siempre) de una sucesión de 25 platos. No todo el mundo quiere, ni lo entiende. Y lo que es más, no siempre es necesario o tiene sentido. De nuevo la relación felicidad/precio. También Dissapore hablaba hace poco de lo mismo.
Entiendo perfectamente la necesidad de estar en las guías, cómo afecta eso al flujo de determinados clientes y cómo puede condicionar el futuro de determinados restaurantes. Pero entiendo también que a veces en esa persecución de la estrella o del sol, de medio punto más en la reseña de tal o cual periódico se pierde un cierto sentido del contexto, de la proximidad. Y eso es un peligro, desde mi punto de vista.
Como apuntaba Philippe Regol, son malos tiempos para la lírica gastronomíca. Lo cual no quiere decir que no sea posible (y necesaria) la creatividad. Pero son tiempos para el sentidiño, para entender el contexto, al cliente (no sólo al prescriptor), para leer el entorno y no sólo los medios especializados. Stefano Bonilli decía hace unos días: se acabó el tiempo del cocinero que no escucha, que hace su recorrido de investigación, (...) se está acabando una época sin que inicie otra. También hay que decir que su texto continúa diciendo que "la investigación debe continuar". No certifica la muerte de la cocina de vanguardia, solamente de determinados modos de entenderla, de formas de relacionarse con el comensal.
No necesitamos hablar de los cierres que se están sucediendo aquí, en Portugal (Bocca, Gemelli) o en Italia (Lopriore). Me centraría, más bien, en las fórmulas de negocio que funcionan, que permiten que grandísimos cocineros desarrollen propuestas cargadas de sentido que son, además, un éxito de público (y de crítica). Creo que lo que necesitamos, en realidad, es cuestionarnos qué modelo de cocina queremos: una cocina abierta cada vez a más público y adaptada a la época en la que vive o una cocina diseñada como artículo de lujo, de usar y tirar, culturalmente descontextualizada y completamente al margen de lo que pase a su alrededor.
En los últimos meses he visitado algunos restaurantes en los que mi experiencia ha sido memorable. Lugares de todo tipo de precios y planteamientos. No querria que este texto se entienda como el resultado de la desesperanza. Al contrario, esas visitas me hacen seguir siendo tan optimista como siempre en cuanto a la continuidad de la vanguardia gastronómica. No lo soy tanto, es cierto, en cuanto a la socialización de de esa vanguardia. Pero eso, me temo, tendrá que esperar a que la crisis comience a amainar.