En otra vida tuve que ser portugués y amante de los dulces. Es la única manera de explicar que yo, que no soy especialmente dado al dulce (dentro de mi buena predisposición natural, se entiende), en cuanto paso la frontera lusa empiece a mirar los escaparates de las confiterías con un indisimulado deseo.
Me gusta ese respeto que en Portugal se ha sabido mantener por la tradición repostera nacional y que aquí, en buena medida, se ha perdido. Y antes de que empiecen a levantarse voces airadas diré que si, que lo sé, que hay todavía muy buenas especialidades en infinidad de sitios. Pero, vamos a ser sinceros, si uno llega a ciegas a un pueblo o a una ciudad española y curiosea un poco por las pastelerías locales lo más habitual es que encuentre un montón de croissants francamente mejorables y bastante uniformidad, en muchos casos cosas muy grandes, muy glaseadas y muy rellenas de algo que recuerda a la nata o a la crema pastelera.
Voy a poner un ejemplo: en Santiago de Compostela uno puede callejear un rato por las zonas más turísticas del casco histórico y ser abordado en varias ocasiones para que pruebe la tarta de Santiago o las piedras de Compostela (o del Apóstol, o de Santiago, o del Camino, o como quiera que se llamen ahora, si es que sólo se venden bajo una denominación comercial). La tarta, efectivamente, es típica de la ciudad, pero tiene poco que ver con eso que te ofrecen en bandejitas en la Rúa do Franco o delante de la iglesia de San Francisco. Las piedras son un invento de hace un par de décadas que ha cuajado bien y que son bastante golosas, todo hay que decirlo.
Pero si hablamos de una buena tarta de Santiago, de una buena de verdad, o de la repostería conventual de la ciudad, de las galletas de claras de San Paio o de las pastas de Belvís, es más que probable que el visitante se vaya sin haber dado con ellas.
Y claro que en Portugal uno puede encontrar mala repostería. Y seguramente muchas cosas se nos escapan por no conocer la tradición local lo suficiente. Si, pero uno entra en Aveiro por el puente principal de la zona más turística y se encuentra, justo de frente, el centro de interpretación del Ovo Mol. O va a Alcobaça y puede, perfectamente, coincidir con la feria de la repostería conventual. Si prepara un viaje a Sintra, a Évora, a Amarante o a Coimbra una de las primeras cosas que va a leer es algo sobre los dulces locales. Y luego, si rebusca un poco y se mete en un café con aspecto no excesivamente turístico se los va a encontrar. A precios muy razonables y exactamente iguales a los que se están tomando en las mesas contiguas los clientes locales, cosa que en Santiago, en la Rúa do Franco, no suele pasar, si tenemos que ser sinceros.
En otros posts a lo largo de los años he hablado de las queijadas de Sintra, de mi debilidad por los pasteis de Tentugal (mucho antes de que nos volviésemos todos modernos y descubriesemos la pasta filo ahí al lado hacían una cosa muy parecida y al menos igual de interesante a la que no le prestábamos demasiada atención). Hablé de los pasteis de Belem, de los ovos moles de Aveiro, de las barrigas de monja (sobre la afición de ponerle a los dulces nombres de partes anatómicas del clero femenino ya hablaremos otro día), de las queijadas de Pereira...
El otro día volví a Amarante. Quería volver a pasar por Amarante, de donde recordaba un puente, un convento y una pastelería, así que hicimos una desviación y subimos hacia el norte desde Lamego, bajando el valle del Douro y subiendo luego la ladera que separa el clima mediterráneo del valle de ese otro, mucho más frio y húmedo, que hay unos kilómetros más arriba.
En Portugal en general la tradición repostera conventual sigue muy viva. Desde en el origen de los pasteis de Belem a prácticamente cada ciudad o pueblo de importancia. Pero aun así hay tres o cuatro localidades que destacan por haber conservado una tradición especialmente rica y viva en ese sentido. Alcobaça es, probablemente, el más importante de esos pueblos. Pero Coimbra (y cercanías), Amarante o Évora no se quedan atrás. Luego están Oeiras, Santarem, Leiria, Ovar y muchas otras, cada una con su serie de especialidades fácilmente localizables aun hoy.
Pero de Amarante tenía un recuerdo especialmente vívido. Leyendo descubro que allí, como en Jerez, el uso de claras para la clarificación de los vinos del cercano valle del Douro dio lugar a un excedente de yemas a las que había que dar salida de alguna manera. Buena parte se donaba a los conventos, donde las monjas desarrollaron un recetario casi infinito en el que con apenas tres o cuatro ingredientes (huevo, almendra, azúcar, harina y poco más) se consiguen auténticas joyas en las que la diferencia depende del tiempo de amasado, de uno o dos grados de temperatura de la mezcla, del punto del almibar o, según la tradición, de la dirección en la que se remueva la mezcla con la cuchara.
Después de dar un vistazo rápido a varias opciones nos decidimos por el Café Bar Restaurante S. Gonçalo, en plena Praça da República. Mucho público local y precios muy contenidos nos convencieron de que el sitio no era excesivamente turístico.
Ante el mostrador de dulces no sabíamos muy bien por cuál decidirnos, así que la camarera nos indicó cuáles eran las especialidades locales y de esas (que eran unas siete u ocho) elegimos cinco: un folhado (hojaldrado) relleno de yema, unos papos de anjo (una especie de empanadilla de masa muy fina rellena de una pasta de yema y almendra), unos foguetes (canutillos de yema de consistencia mucho más sólida), unas lérias (una masa de almendras y harina bañada en azúcar) y unas brisas do Támega (una especie de barquitas rellenas de yema y con cobertura de azúcar). Suena redundante, lo sé, pero las diferencia de textura, de intensidad del dulce o de elaboración de la masa convirtieron la pausa para tomar café en una degustación de lo más agradable. ¿Los precios? Todo eso y dos cafés por 5,50€: 60 céntimos cada café y entre 1€ y 1,10€ cada uno de los dulces. Imposible objetar nada a los precios.
Fue una visita relámpago, de paso entre el centro del país y la costa, a la que queríamos llegar para ver la puesta de sol, cosa que a primeros de enero limita bastante la capacidad de maniobra. Pero fue suficiente para reencontrarme con la repostería amarantina y volver a casa con ganas de más, de volver a Alcobaça, de curiosear en las pastelería de pueblo y de encontrarme con más cosas que satisfagan al portugués goloso que llevo dentro.
Me gusta ese respeto que en Portugal se ha sabido mantener por la tradición repostera nacional y que aquí, en buena medida, se ha perdido. Y antes de que empiecen a levantarse voces airadas diré que si, que lo sé, que hay todavía muy buenas especialidades en infinidad de sitios. Pero, vamos a ser sinceros, si uno llega a ciegas a un pueblo o a una ciudad española y curiosea un poco por las pastelerías locales lo más habitual es que encuentre un montón de croissants francamente mejorables y bastante uniformidad, en muchos casos cosas muy grandes, muy glaseadas y muy rellenas de algo que recuerda a la nata o a la crema pastelera.
Voy a poner un ejemplo: en Santiago de Compostela uno puede callejear un rato por las zonas más turísticas del casco histórico y ser abordado en varias ocasiones para que pruebe la tarta de Santiago o las piedras de Compostela (o del Apóstol, o de Santiago, o del Camino, o como quiera que se llamen ahora, si es que sólo se venden bajo una denominación comercial). La tarta, efectivamente, es típica de la ciudad, pero tiene poco que ver con eso que te ofrecen en bandejitas en la Rúa do Franco o delante de la iglesia de San Francisco. Las piedras son un invento de hace un par de décadas que ha cuajado bien y que son bastante golosas, todo hay que decirlo.
Pero si hablamos de una buena tarta de Santiago, de una buena de verdad, o de la repostería conventual de la ciudad, de las galletas de claras de San Paio o de las pastas de Belvís, es más que probable que el visitante se vaya sin haber dado con ellas.
Y claro que en Portugal uno puede encontrar mala repostería. Y seguramente muchas cosas se nos escapan por no conocer la tradición local lo suficiente. Si, pero uno entra en Aveiro por el puente principal de la zona más turística y se encuentra, justo de frente, el centro de interpretación del Ovo Mol. O va a Alcobaça y puede, perfectamente, coincidir con la feria de la repostería conventual. Si prepara un viaje a Sintra, a Évora, a Amarante o a Coimbra una de las primeras cosas que va a leer es algo sobre los dulces locales. Y luego, si rebusca un poco y se mete en un café con aspecto no excesivamente turístico se los va a encontrar. A precios muy razonables y exactamente iguales a los que se están tomando en las mesas contiguas los clientes locales, cosa que en Santiago, en la Rúa do Franco, no suele pasar, si tenemos que ser sinceros.
En otros posts a lo largo de los años he hablado de las queijadas de Sintra, de mi debilidad por los pasteis de Tentugal (mucho antes de que nos volviésemos todos modernos y descubriesemos la pasta filo ahí al lado hacían una cosa muy parecida y al menos igual de interesante a la que no le prestábamos demasiada atención). Hablé de los pasteis de Belem, de los ovos moles de Aveiro, de las barrigas de monja (sobre la afición de ponerle a los dulces nombres de partes anatómicas del clero femenino ya hablaremos otro día), de las queijadas de Pereira...
El otro día volví a Amarante. Quería volver a pasar por Amarante, de donde recordaba un puente, un convento y una pastelería, así que hicimos una desviación y subimos hacia el norte desde Lamego, bajando el valle del Douro y subiendo luego la ladera que separa el clima mediterráneo del valle de ese otro, mucho más frio y húmedo, que hay unos kilómetros más arriba.
En Portugal en general la tradición repostera conventual sigue muy viva. Desde en el origen de los pasteis de Belem a prácticamente cada ciudad o pueblo de importancia. Pero aun así hay tres o cuatro localidades que destacan por haber conservado una tradición especialmente rica y viva en ese sentido. Alcobaça es, probablemente, el más importante de esos pueblos. Pero Coimbra (y cercanías), Amarante o Évora no se quedan atrás. Luego están Oeiras, Santarem, Leiria, Ovar y muchas otras, cada una con su serie de especialidades fácilmente localizables aun hoy.
Pero de Amarante tenía un recuerdo especialmente vívido. Leyendo descubro que allí, como en Jerez, el uso de claras para la clarificación de los vinos del cercano valle del Douro dio lugar a un excedente de yemas a las que había que dar salida de alguna manera. Buena parte se donaba a los conventos, donde las monjas desarrollaron un recetario casi infinito en el que con apenas tres o cuatro ingredientes (huevo, almendra, azúcar, harina y poco más) se consiguen auténticas joyas en las que la diferencia depende del tiempo de amasado, de uno o dos grados de temperatura de la mezcla, del punto del almibar o, según la tradición, de la dirección en la que se remueva la mezcla con la cuchara.
Después de dar un vistazo rápido a varias opciones nos decidimos por el Café Bar Restaurante S. Gonçalo, en plena Praça da República. Mucho público local y precios muy contenidos nos convencieron de que el sitio no era excesivamente turístico.
Ante el mostrador de dulces no sabíamos muy bien por cuál decidirnos, así que la camarera nos indicó cuáles eran las especialidades locales y de esas (que eran unas siete u ocho) elegimos cinco: un folhado (hojaldrado) relleno de yema, unos papos de anjo (una especie de empanadilla de masa muy fina rellena de una pasta de yema y almendra), unos foguetes (canutillos de yema de consistencia mucho más sólida), unas lérias (una masa de almendras y harina bañada en azúcar) y unas brisas do Támega (una especie de barquitas rellenas de yema y con cobertura de azúcar). Suena redundante, lo sé, pero las diferencia de textura, de intensidad del dulce o de elaboración de la masa convirtieron la pausa para tomar café en una degustación de lo más agradable. ¿Los precios? Todo eso y dos cafés por 5,50€: 60 céntimos cada café y entre 1€ y 1,10€ cada uno de los dulces. Imposible objetar nada a los precios.
Fue una visita relámpago, de paso entre el centro del país y la costa, a la que queríamos llegar para ver la puesta de sol, cosa que a primeros de enero limita bastante la capacidad de maniobra. Pero fue suficiente para reencontrarme con la repostería amarantina y volver a casa con ganas de más, de volver a Alcobaça, de curiosear en las pastelería de pueblo y de encontrarme con más cosas que satisfagan al portugués goloso que llevo dentro.