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LA MERLUZA Y LA RESPONSABILIDAD SOCIAL DE LA COCINA

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Pensé en encabezar este texto con una foto de un plato de merluza tomada en algún restaurante. Tengo docenas. Pero dado lo quisquillosos que estamos todos con estas cosas, no tengo ninguna duda de que la foto en cuestión (que habría sido elegida en función de lo bien que se viera la pieza de pescado) se habría convertido en arma arrojadiza y es hasta posible que hubiera acabado siendo acusado de ataques velados al restaurante en cuestión. Así que mejor no. Quien quiera, que ponga "merluza" en el buscador que hay arriba a la izquierda y encontrará docenas de platos de merluza probados en restaurantes por media España.



Dicho esto, preferí una foto mucho más neutra de una pescadería. Ahí las tenéis en tres tamaños diferentes en una pescadería compostelana este verano. La merluza, el pescado fetiche de los españoles. Porque, aunque normalmente no lo sabemos, consumimos más merluza de la que imaginamos. Más que nadie. Más de la que el ecosistema puede soportar. Y no hablo solo de los caladeros cantábricos y atlántico-europeos. Hablo también de los caladeros del Atlántico Sur, que dan síntomas evidentes de no ser eternos.

Me explico: según el cocinero Hugh Fearnley-Whittingstall, en su libro Fish, España consume aproximadamente un 60% de toda la merluza que se comercializa en Europa y casi un tercio del total del pescado que se vende en España pertenece a esta especie. Algo que no pasa, ni de lejos, en ninguna otra región de Europa y me atrevería a decir que del mundo (sin tener datos de Argentina o de la costa del Pacífico americano).

Consumimos más merluza que nadie a pesar de que desde finales de los 90 la Comisión Europea viene dando la voz de alarma y de que en 2003 éste organismo declaró a la merluza más allá de los límites biológicos. O lo que es lo mismo: se estaba pescando más merluza de la que se podría regenerar, es decir, estábamos condenando a esos caladeros a la desaparición. La primera prueba está en el descenso de capturas: el rendimiento de merluza europea era, en 1970, de 30.000 tonelada. En 2002 las capturas bajaron a 6.700 toneladas. No porque hubiese un límite. Simplemente no había más.

Existe un índice que mide el riesgo de desaparición de una población sometida a presión pesquera. Se entiende que el límite en el que éste indice pasa de lo recuperable a una situación insalvable se sitúa a partir del coeficiente 0,27. En 2003 estaba en 0,80 y aunque es cierto que la situación ha mejorado sigue por encima de 0,50. Seguimos extrayendo más del doble de merluza de lo que los caladeros europeos pueden soportar.  Tanto es así, que a partir del año 2009 la Unión Europea planteó nuevas restricciones, reduciendo las cantidades permitidas un 15% más. Y aún así todavía tendríamos que reducir la presión al menos otro 50% para tener alguna esperanza de que en el futuro siga habiendo merluzas europeas que llevar a los platos.

Fearnley-Whittingstall habla de cómo algunos armadores españoles y portugueses burlan las limitaciones, de cómo se siguen esquilmando los caladeros muy por encima de sus posibilidades. No sé si es una visión tendenciosa o no, pero ahí están los datos que cita.

Y de todo esto ¿Cuánto nos han hablado en los restaurantes? A mi nunca nadie me ha dicho nada. Y, antes de que nadie me lo diga, sé que no son ellos los responsables y que tampoco el gobierno -los sucesivos gobiernos- han dicho nunca demasiado en ese sentido. Lo suyo es más grave. Infinitamente más. No solo son los responsables de vigilar que se cumpla la normativa pesquera. Además tienen la responsabilidad de concienciar a la sociedad, hablemos de cocineros o hablemos de consumidores.

¿Cuál es el problema aquí? En mi opinión son varios. El primero es que la merluza goza de muy buena consideración en la cocina española. Tradicionalmente se ha considerado como un pescado de gama alta, como un plato festivo. Nada que ver con sardinas, caballas o jureles. La merluza era otra cosa. Y en el imaginario colectivo lo sigue siendo.

Otro problema: la merluza (como norma general. Hay honrosas excepciones sobre las que volveré luego) es razonablemente barata, sobre todo si se tiene en cuenta la consideración que tiene de ella la mayoría de la clientela. Y además de no ser cara tiene una merma bastante reducida. No hay más que comparar el porcentaje de merma de una merluza con el de un rape o un pez de San Pedro para darse cuenta de que ese es otro factor que vale la pena considerar.

Cuarta baza a su favor: es un pescado muy agradecido, de sabor suave, textura agradable. Vamos, que gusta a todo el mundo. Ponerla en un menú degustación es una apuesta segura.

Así que no es cara, la gente la considera un producto razonablemente lujoso, gusta y no tiene mucha merma. La cosa está bastante clara.

Pero es que, además, es un pescado muy agradecido para trabajar en restaurante, tanto por su comportamiento en cocina a baja temperatura como por la facilidad para racionar, conservar, etc., etc.

En la última década hemos vivido, en algunas zonas, una auténtica locura de la merluza. Tiene puntos de cocción que no necesitan ser tan milimétricos como en otros pescados y permite elaboración de platos muy resultones sin dificultades insalvables. Un poco de eso y un poco de moda (y ya se sabe que cuando un producto se pone de moda la hemos liado) y no ha habido en los últimos años restaurante que no tuviera merluza en sus menús. Algunos la han convertido prácticamente en seña de identidad.

Y aquí es donde entra lo de la responsabilidad social del restaurante. El restaurante es un negocio abierto al público, un negocio que en las últimas décadas ha sido clave para educar en el consumo del vino, por ejemplo. Y en especial de vinos autóctonos. Pero también para abrir la mentalidad de muchos comensales, para introducir nuevas técnicas y nuevos sabores, para empezar a crear una conciencia (aunque sea mínima) de lo local, de lo sostenible, de lo kilómetro cero...

Ya. Pero, repito ¿Y la merluza?

Silencio

No quiero ponerme tremendista. Es cierto que hay artes de pesca que son menos agresivas, como la pesca al pincho. Y que hay, incluso, un par de empresas españolas con certificados de sostenibilidad. Creo que en este momento hay dos, una empresa vasca y una gallega, que lo ostenten en firme. No es mucho pero es algo. Y recuerdo una carta de Francis Paniego al FROM al respecto. Que yo sepa no hubo respuesta.

Tampoco quiero quitarme mi dosis de responsabilidad: he comido docenas de platos de merluza. Algunos de ellos soberbios. Tanto he tenido la suerte de probarlos que han llegado a aburrirme. Y nunca he dicho nada al respecto. Por desinformación, básicamente. Y porque ya se sabe lo que pasa en cuanto criticas algo.  Lo asumo. Y, es más, es probable que pruebe algunos platos más en el futuro más o menos próximo. Ya iré viendo cómo encaro el tema.

Pero después de haber leído algo sobre el tema y de haberme escamado lo suficiente como para buscar algo de legislación y algo de publicaciones científicas, lo cierto es que empiezo a ver los platos de merluza de otra manera. No digo que los vea igual que si me pusieran un plato de urogallo, pero...

No domino el tema. Pero me interesa. Quiero saber más. Así que el día 27 de este mes asistiré al curso que el Marine Stewardship Council organizará en Santiago de Compostela sobre pesca artesanal. A ver si me aclara un poco más el tema.


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