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Channel: Diario del Gourmet de Provincias y del Perro Gastrónomo
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ELS CASALS Y LOS CÍRCULOS QUE SE CIERRAN

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Hay nombres en esto de la gastronomía que la gente menciona con especial respeto. Es decir, hay restaurantes más o menos de moda, cocineros que tienen ganado el aplauso de la crítica y de los comensales y hay también cocineros con una reputación profesional incuestionable. Pero al mismo tiempo existe una pequeña -muy pequeña- nómina de restaurantes que parecen tener algo más, que tal vez no sean los mejores objetivamente -qué difícil esto de decir quién es el mejor y en qué- pero que suman a su propuesta una serie de valores añadidos en relación con una tradición o con un territorio que les hacen ocupar ese lugar tan poco habitual.


Diría que es algo que pasa con Casa Gerardo, por ejemplo: es un restaurante cocina contemporánea, pero es algo más. Es todo el peso de 130 años de historia, es historia viva de la cocina asturiana contemporánea, es todos los cocineros que han pasado por allí de alguna manera y que hoy ejercen en otros fogones. Y tengo la sensación de que en Cataluña es algo que pasa con Els Casals. Tendrá que ver con su ubicación, con su militancia en una cocina catalana cuyas raíces se hunden en la tradición pero que es capaz de no detenerse ahí.

A mí, en cualquier caso, era un lugar que me atraía desde hace mucho por lo que leía, por lo que me contaban. Había estado en el Sagàs de Barcelona en un par de ocasiones, pero es otra cosa. Sabroso, divertido (un poco pasado de precio, si se me pregunta), pero otra cosa. Pero, claro, acercarse hasta Els Casals, encaramado en una colina a unos 90 Km de Barcelona no siempre es fácil para los que, como yo, cuando viajamos a la ciudad solemos ir en avión.


Aun así,  antes o después había que ir. Y hace unas semanas surgió la ocasión. Y me alegro de que las buenas sensaciones, de que lo leído y lo escuchado se confirmasen allí, en Sagàs, en el Berguedà. Porque es allí donde entiendes en toda su extensión el concepto Tancant Cercles (cerrando círculos) que rige su cocina: de la tierra al plato. Allí se siembra y se recoge, se cría, se sacrifica, se despieza, se cura o se procesa. Y, por supuesto, se cocina. Y se habla de cocina, del territorio y de esos círculos que rodean al cocinero y su equipo. 


No voy a hablar hoy sobre la parte de producción, quedará para otro día. No quiero que el texto se alargue en exceso y me gustaría hablar sobre la comida, sobre lo que llegó a los platos (y a las copas) y sobre las sensaciones que me transmitió. Porque, al final, además de ser un gran restaurante, creo que el mérito de Els Casals está en ser un lugar que despierta sensaciones muy marcadas. Supongo que no aptas para todos los públicos pero que, en mi caso, hicieron que cada plato cobrara mayor significado. 


Y no quiero desmenuzar el menú plato por plato, por mucho que me pareciera fantástico y se convirtiese en parte fundamental de una de las grandes experiencias gastronómicas que he tenido la suerte de disfrutar en mucho tiempo. Pasaré por algunos platos, la mayoría están aquí, en foto. No quiero hacer una crónica pormenorizada porque la visita me pareció mucho más interesante que todo eso. 

Pa amb tomàquet líquido con longaniza

Me quedo, eso sí, con algunos platos que no quiero dejar de destacar. Momentos del menú que lo explican todo, que hablan de producto, de lo local, de lo ancestral y de lo innovador y que lo hacen sin estridencias, sin artificios. Platos que prescinden de bengalas y luces de colores pero que impactan. Y tanto que impactan. 

Tostada de trufa

Sobrasada con panal y pa amb tomàquet. El producto, sin más. El producto (uno de los productos) icónicos de Els Casals. Mágica, fundente. Te sitúa en aquel lugar de golpe y sin rodeos. Salí de allí con una sobrasada, entre otras cosas, bajo el brazo, aunque en casa no sea lo mismo. Creo que la recordaré mucho tiempo, no sólo por el sabor, no sólo por la elaboración. La recordaré por la sencillez con la que se presenta, la falta total de amaneramientos. No se disfraza, no se envuelve. Es lo que es. 

Sobrasada con panal y pa amb tomàquet

Divertido también el Pa amb tomáquet líquido con longaniza que llegó antes y, cómo no, la tostada de trufa. De trufa recogida a 500 metros de la cocina, fresquísima, fragante pero no invasiva. De nuevo  las cosas sencillas ganándose la atención por si solas. 

Ensalada de tubérculos

Estupenda la ensalada de tubérculos que servía de puente entre los entrantes, con la potencia de la sobrasada, y los principales. No es la cocina que uno asocia con el tópico que suponen Oriol Rovira y Els Casals y no es, seguramente, una propuesta que se vea igual si se prescinde de su papel en el menú, pero es un platazo. O al menos a mí me lo parece. Difícil hacer más con productos tan humildes. Un plato que reivindica variedades poco utilizadas de nabo, que recurre a zanahorias verdes, a alcachofas chinas; que es todo texturas y matices, diferentes grados de crujiente, sabores tenues potenciados aquí y allá por un encurtido, por el toque de yogur y wasabi. Un plato que, después de la potencia gustativa de los entrantes, es un punto y aparte, casi un shock para el paladar, un trou normad de granja, un concepto universal que aquí se hace local a través de lo más humilde. Precioso (y no sólo en lo estético). Si la sobrasada era el producto, el primero de los ejes rectores del menú, éste plato es la elegancia, la capacidad de generar sorpresas desde lo más sencillo. Un plato de perfil gustativo muy bajo que, sin embargo, va enganchando con cada bocado. 

Texturas de alcachofa

De los principales me quedo, seguramente, con tres. Muy agradables el plato de alcachofas y la col con pollo confitado, pero las pochas con perdiz escabechada me parecieron, de nuevo, un ejercicio de elegancia. Y el canelón, de vuelta de nuevo a los sabores potentes, a esa sensación de horas de fuego en cada cucharada, de sabores concentrados hasta el punto justo. 


Con con pollo confitado

Pero tras estos y después del arroz de trufa (no soy un gran amante de la trufa, aunque en este menú la disfruté mucho. Tal vez por eso no fue de los platos que más me llamaron la atención) acabamos la parte salada del menú con una monumental oveja con polenta. Oveja adulta madurada 30 días. Y aun así, pese a lo que cabría esperar, sutil, de una rara elegancia. Carne suavísima pero con mucha personalidad. De esos platos que no sólo justifican el viaje sino que, al menos para mí, pasan a estar entre esos memorables que te encuentras muy de vez en cuando. 

perdiz con pochas

De los postres me quedo con el llamado Paula: Crema de limón, granizado de apio, hebras de bitxo (chile) y helado de chocolate blanco. Refrescante tras la batería de canelón-arroz-oveja y muy interesante. 

Canelón de rostit con boletus y trufa

En cuanto a los vinos, entre otros que no recuerdo y que me ofrecieron un panorama muy interesante de diferentes tendencias en el vino catalán actual, un Señora Carmen 2012 (un garnacha de Terra Alta), un Eva (otro garnacha, aunque ahora D.O. Montsant), un Carles Andreu Trepat 2012 (D.O. Conca de Barberà)... y a partir de aquí la memoria, entre que el tema de los vinos es el que más me flojea, no hice fotos de todas las botellas y, además, como puede apreciarse, la sucesión de botellas fué más que discreta, empieza a fallar. Hubo un Lo Givot (D.O. Priorat) fantástico del que, hasta que no venga alguien en mi ayuda no puedo ofrecer más datos. Y un blanco que, por mucho que me esfuerce, no recuerdo. 

Arroz de trufa

Y charla, mucha charla. Acompañada de ratafia casera y de una chimenea. 

Oveja con polenta

De vuelta hacia Barcelona pensaba en que en Els Casals te cuentan una historia, como en cualquier otro restaurante. Son ellos los que se definen, los que se sitúan en el mundo. Pensaba en que todo, desde la cría de los cerdos al curado de las sobrasadas, desde el plato más tradicional al más creativo, encaja en esa historia, en esos círculos que quieren cerrar. Es una historia, además, muy difícil de encontrar en cualquier otro sitio. Una historia personal de un cocinero y de su familia, pero también una historia en un lugar y una cultura gastronómica muy concretos. Una historia que recoge la tradición y la hace moderna pero que se mantiene al margen de modas y de tendencias. Supongo que es eso lo que hace que el nombre de Oriol Rovira se mencione siempre con respeto. Y supongo que es eso lo que hace que, para mí, la jornada pasada en Els Casals sea una de esas experiencias gastronómicas para recordar. 


EL QUESO Y LA RÍA

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Una de estas tardes nos tomamos un café en nuestro pueblo con Pere Pujol y su pareja. Pere es el responsable de Molí de Ger y, como artesano, el responsable del Puigpedrós,  uno de los quesos más interesantes que se pueden encontrar en el mercado, desde mi punto de vista, que del tema sé lo que sé, tampoco vamos a sacar las cosas de quicio (hace otros igualmente buenos, aunque yo tenga debilidad por ese). No me atrevo a decir si el mejor, el segundo o el décimo. Cada vez me cansan más los rankings. Creo que decir que algo es interesante dice, al final, mucho más, deja abiertas interrogantes, sugiere cosas y te pide quien seas tú quien termine la frase, quien encuentre qué es lo que ese producto en cuestión tiene de interesante y que te posiciones. 

Pere, al que conozco no demasiado, me parece una de esas personas con una visión global de proyecto en la cabeza: sabe lo que quiere, cómo y dónde lo quiere. Lleva seis años al frente de la quesería y ya está sacando al mercado quesos complejos y enormemente personales. Vernos aquí, tan lejos de su contexto natural, se me hace muy curioso. Hablar de La Cerdanya en la Ría de Arousa, charlar sobre producción quesera frente a los mayores polígonos de producción mejillonera. No tienen nada que ver, lo sé, pero hablamos de producción, de economías de pequeña escala, de pueblos que viven alrededor de un producto, de una tradición o de una forma de trabajar. En el fondo hay, aquí como en tantos otros temas, hilos conductores, temas en común que unen la montaña catalana con la Ría. 


Hay ese abandono del rural de los 70, 80 y 90, ese neo-ruralismo que la crisis ha hecho aflorar; hay esa sensación de que no todo lo que trajeron las políticas comunitarias fue necesariamente bueno. No, al menos, para entornos rurales más ceñidos a formas de vida tradicional. Hablábamos, en fin, de pequeña producción, de la vuelta al rural, de quesería, de cómo las cuotas lácteas fueron un problema cuando se implantaron y van a ser un problema cuando se retiren. 

Me gusta compartir puntos de vista con gente que vive a mil kilómetros de distancia. Porque los entornos pueden ser diferentes, pero hay muchas problemáticas en común. Y, sobre todo, hay gente -hay proyectos- con los que compartes una forma de ver un buen montón de temas. No soy productor de nada tangible. No es previsible que lo sea en un futuro próximo. Tal vez por eso admiro a quien se lanza a esas aventuras en la actualidad. Y aún más a quien se lanza llegando desde otros sectores, desde otras profesiones, sabiendo lo que su apuesta tiene de arriesgado y lanzándose de manera decidida a ello. 

En eso se nos fue la tarde, tomando un café, charlando de productores, de quesos, de embutidos, de la Cataluña que hay más allá de Barcelona. Y de Barcelona. De Galicia, de restaurantes. Del encuentro de queseros artesanos de Valladolid, en el que nos conocimos, del pasado mes de junio. No lo dije entonces ni lo comenté en esta charla, pero creo que ese encuentro marca un hito, un antes y un después, una especie de pistoletazo de salida que hizo que mucha gente se convenciera aun más de lo que tiene entre las manos y muchos otros nos convenciésemos de que hay que apoyarlo, de que hay que contarlo, de que hay que consumirlo. 

Son esas charlas imprevistas, esa gente que vas encontrando aquí y allá, esos productos que descubres o que te descubren los que hacen que haber decidido cambiar de vida y dedicarme a esto sea, después de unos cuantos años, una de las mejores decisiones que tomé en mi vida. 

(Perdón por la calidad de la foto, tomada en la Quesería Cañarejal. Las salas de maduración de quesos y los malos fotógrafos no fuimos pensados para entendernos bien)

CIERRA EL ELIGIO Y VIGO ES UN POCO MENOS VIGO Y UN POCO MÁS CUALQUIER SITIO

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Cierra el Eligio y Vigo ya no va a volver a ser lo mismo. Todas las ciudades más o menos grandes cuentan con locales adaptados a las últimas tendencias, con las grandes franquicias internacionales y con infinidad de restaurantes mejores y peores. Eso, traducido a Vigo y al 2015, quiere decir que habrá docenas de cafés como los que te puedas encontrar en Madrid, en Barcelona, en Valladolid o en Alicante; que habrá McDonalds, Burger King y similares. Y que habrá un buen puñado de bakeries, de locales de hamburguesas premium y de sitios de tapas más o menos creativos, mucho plato de pizarra, mucho ceviche y, sí, todavía mucha cebolla caramelizada. Nada de eso hace especial a una ciudad. 

Vigo, sin embargo, tiene algo más. Aunque vayamos teniendo que decir que tenía algo más. No es una gran ciudad monumental (supongo que, estando como está a medio camino entre Santiago y Oporto estaremos de acuerdo en esto), pero es el gran casco urbano gallego. Tiene, además, ese carácter mestizo de las grandes ciudades portuarias, eso que dan el tráfico de mercancías y de pasajeros, el paso de turistas y de tripulaciones llegadas de aquí y de allá. Es una ciudad cerca de una frontera y es, además, la gran urbe industrial del noroeste. Esto implica un cierto ambiente, perfecto para novelas negras, de barrios chinos, tráfico de casi todo lo traficable y, en definitiva, todo lo que uno espera en un puerto de estas características. Pero tiene también ese carácter novelesco de las ciudades de paso, de los lugares a los que llega gente de aquí y de allá a trabajar y de esos puntos del mapa que se abren al mar. 

Pescado frito en una taberna del Berbés

Todo lo anterior cristaliza de mil maneras. Una, ya comentada, es esa parte menos recomendable del día a día. Pero otra, difícil de replicar en cualquier otra parte del mundo, es la de las tabernas. Y Vigo fue siempre una ciudad de tabernas. Aquí llegaban las familias y los vinos de O Ribeiro y de O Condado. Las primeras, a trabajar en los astilleros o en la Citroën, a que los niños estudiasen. Antes de eso, llegaban a subirse a los barcos que iban a América. Los vinos llegaban, y llegan, para las docenas de tabernas del puerto, del Berbés, de Alcabre, del Casco Vello y de Teis. Y eran tabernas en las que se juntaba todo el mundo: los trabajadores del puerto, los estudiantes, los escritores de la Editorial Galaxia, artistas, periodistas del Faro de Vigo. En ese sentido hay un Vigo que ha sido siempre de los lugares menos clasistas que conozco. 

Todo eso da lugar a un ambiente especial: a la movida viguesa, al movimiento Atlántica, a Antón Reixa, a Os Resentidos, a Siniestro Total, a Golpes Bajos, a Ivan Ferreiro y los Killer Barbies, a Chano Piñeiro,  a parte de la obra de Cunqueiro, de Blanco Amor, de Álvarez Blázquez, de Celso Emilio Ferreiro, de Lugrís, de Lodeiro, de Laxeiro,  de Menchu Lamas, de Domingo Villar, de los Álvarez Cáccamo, de Alonso Montero, de Carlos Casares, de Méndez Ferrín, y de tantos otros. Da lugar a un ambiente cultural, a una profusión de galerías de arte única en el noroeste. 

Aquí tuvieron lugar los grandes enfrentamientos con la policía en la época de la reconversión naval, aquella época, remota,  en la que alguien se enfrentaba aun con la policía porque las cosas no estaban bien. Yo me crié en ese Vigo. Si has visto Los Lunes al Sol tienes una idea del periodo. Era y es una ciudad trabajadora, esencialmente humilde. Es cierto que hay muchísimo dinero, grandes conserveras, armadores y todo el paraguas de profesionales que eso genera. Pero Vigo es, por encima de todo, una ciudad obrera, de gente llegada de pueblos más pequeños (especialmente de la provincia de Ourense), de empleados del naval, de la industria automovilística o de la lonja; de gente que se embarca, se va a plataformas petrolíferas o trabaja en el puerto. 

Es una ciudad de paso en la que desde siempre se acababa la línea de tren gallega, o la que llega de Madrid) y tenías que hacer tiempo para subirte al de Oporto y Lisboa. Una ciudad de hostales, de casas de comidas. Y de tabernas. De bares de puerto y de menú obrero. 

Oferta de tapas en La Mina

Hoy, en los soportales del Berbés, apenas queda ninguna de las tabernas a las que algunas veces fui con mis padres o de las que he oido hablar en casa.  Alguna sobrevive a duras penas, apuntalada, pendiente de planes urbanísticos que no acaban de concretarse. El Casco Vello, deprimido durante décadas, vuelve a estar de moda. Hay terrazas, hay locales de tapas y sitios de copas. Y junto a ellos sobreviven algunos de los de siempre como La Parra, El Lobo de Mar y O Porco con su mítico bocadillo de orella. Frente a la estación de tren las mesas corridas del Bar El Puerto sobreviven y siguen llenándose a diario. 

El centro ha perdido ese ambiente. La Taberna La Mina sobrevive, decaída, a un paso de las terrazas más cotizadas de la Porta do Sol. Muchos de los vigueses que hoy tienen menos de 40 años ni se habrán fijado en que está ahí. Y a unos pasos, en una calleja entre la Rúa Príncipe y la trasera del Colegio de Arquitectos estaba, desde los años 20, el Eligio, que era una taberna pero era algo más. 

El Eligio era un producto absolutamente vigués, una taberna sin ninguna pretensión, escondida, en la que siempre costó encontrar sitio. Uno de esos lugares de clientela diaria, de charla ruidosa en el que se mezclaban abogados de los cercanos despachos de Urzaiz y García Barbón, estudiantes, arquitectos del cercano Colegio, personal del Museo de Arte Contemporáneo y jubilados de la zona. En las paredes colgaban cuadros de Lodeiro y de otros artistas que tuvieron aquí su tertulia. Y en la carta aparecían los Chipirones Leo Caldas, en homenaje al personaje de la novela de Domingo Villar que solía frecuentar el local. Se cuentan anécdotas de Álvaro Cunqueiro y de José María Castroviejo, otro par de asíduos. Como de Celso Emilio Ferreiro.


La última vez que estuve (sólo conservo esa pésima foto de los chipirones. Acababa de tener un accidente de coche y tenía la cámara averiada. Pero se pueden ver más fotos y un vídeoaquí y aquí) nos sentamos en el rincón. De pronto, llegó una botella de vino, pagada por un pariente mío, cliente habitual, que había llegado como cada tarde y me había visto. Mi pariente me presentó a Carlos, el propietario: "¿Tú eres sobrino de X? Haberlo dicho, hombre, tú aquí no haces cola. Llegas, me tiras del chaleco y me pides lo que sea. Y si no me acuerdo de tí, me lo dices y te pago yo el vino, por el despiste". Ese era el ambiente. 

Al cerrar el Eligio Vigo pierde una taberna más, otra de esas que eran parte de su carácter. Pero no cierra una taberna cualquiera. Con el Eligio desaparece la oportunidad de comer bajo cuadros y autógrafos de buena parte de los artistas gallegos del S.XX, desaparece una forma de ir de tabernas en el centro de la ciudad, en la que ya pocos más que este local aguantan. No es una buena noticia, porque a partir de hoy Vigo es un poco más como cualquier otra ciudad y un poco menos Vigo.  

WHERE CHEFS EAT

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Ahora que, desde hace un tiempo, se cuestiona el papel de las guías, su capacidad de prescripción y la fiabilidad de unas y otras, con algunos alineándose en favor de la clásica Michelin, otros criticando a la 50 Best (según quien esté en el primer puesto es más o menos criticada, también es verdad) la editorial Phaidon se atreve con una reedición ampliada de Where Chefs Eat, su incursión en esto de las guías que presenta, además, toda una serie de elementos interesantes. 

El primero: no parece que vaya a ser una guía con vocación periódica. Es una selección puntual en un momento concreto y ahí está su valor. Ahora mismo es una buena guía, más adelante será un buen documento histórico de por dónde iban los tiros. 

Segundo punto a favor: Más de 600 cocineros proponiendo sus favoritos, lo que se traduce en más de 3.000 restaurantes distribuidos por más de 70 países. Todo editado por Joe Warwick, ex miembro fundador de la mencionada 50 Best.  No hay un criterio estándar o parámetros absolutos que valorar, por lo que en una misma ciudad podemos encontrar desde una taberna a un mercado, una casa de comidas, un restaurante de precio ajustado y un tres estrellas. No es, por lo tanto, una guía monolítica. Exige curiosidad, exige conocer en cierta medida a quién hace la recomendación. Tal vez ahí esté su mayor interés, ya que permite asomarse al día a día de los cocineros fuera de los restaurantes, pero también a las tendencias que predominan entre ellos, que no son necesariamente las mismas que predominan entre el público general. Y, con un poco de habilidad en leer entre líneas permite ver también guiños de unos cocineros a otros, de unas zonas a otras, identificar quién viaja a dónde, cómo determinado restaurante más o menos remoto puede ejercer de motor de una zona, etc. 

Pero hay algo que me parece aún más interesante ya que la selección, por representativa, permite identificar tendencias globales: qué tipo de cocina resulta más atractiva para los cocineros, qué zonas están absolutamente consolidadas o cuáles son las que parecen marcar tendencia. Y eso, visto desde una España en la que tendemos a empeñarnos en que todo lo que se hace fuera tiene un interés relativo y en que todo el mundo tiene tan claro como nosotros que el centro del mundo gastronómico está aquí, ayuda a entender cómo ven las cosas los demás también. 

Así que, mientras voy dándole un vistazo con calma a la selección y a quién propone qué me he entretenido en organizar un poco los datos, ya que creo eso ayuda a tener una perspectiva real. Por ejemplo, de las 20 ciudades con más restaurantes recomendados cuatro son españolas: San Sebastián, Barcelona, Madrid y Girona (si consideramos, dado su tamaño, también los pueblos cercanos en la provincia), lo que sitúa a España como segunda potencia, sólo por detrás de Estados Unidos, representados por cinco ciudades. 

El primer dato llamativo, y sin duda interesante, está en la revisión de ese ranking: en el número 1 aparece Nueva York, algo previsible por tamaño y por la cantidad de gente que pasa por allí antes o después. En el segundo puesto París y en el tercero Londres. Diría más de lo mismo. Después Sydney, Los Angeles, Hong Kong, San Francisco, Conpenhague, Tokyo... España no aparece hasta el número 13 del ranking, con San Sebastián. Barcelona en el 14, Madrid en el 18 y Girona Provincia rematan el Top-20. Si lo ampliásemos, Valencia y Alicante-Dénia estarían empatados en el puesto 24. Ninguna ciudad española en el Top 10. No se corresponde con el alto concepto que solemos tener de nosotros mismos. 

Pero exploremos un poco más: la primera ciudad peninsular no es, contra lo que muchos supondríamos, ese San Sebastián que está de Nº 13 en el ranking sino Lisboa. Lisboa, atención. Esa Lisboa a la que hasta hace nada casi nadie (excepción hecha de Carlos Maribona) le prestaba atención por aquí; esa capital a una hora en avión a la que muchísimos de los que escriben de gastronomía en España no le había dedicado ni una línea hasta hace unos meses. Empatada con San Sebastián, si contamos las periferias, pero por delante si contamos solamente las ciudades; un puesto por delante de Barcelona y 5 por delante de Madrid, del que la separan 10 restaurantes. 

De hecho, si hacemos un ranking peninsular la cosa quedaría así, para sorpresa de muchos (incluido yo): 

1- Lisboa
2- San Sebastián
3- Barcelona
4- Madrid
5- Girona e inmediaciones
6- Valencia
7- Alicante-Dénia
8- Oporto
9- Cádiz
10- Bilbao

Hay muchas lecturas que hacer ahí: el excelente trabajo de posicionamiento y de mejora constante de la calidad que se está haciendo Portugal y muy especialmente en Lisboa me parece la primera. La vigencia de ese eje San Sebastián-Barcelona que lleva ahí al menos desde los 70 me parece otra. El excelente trabajo que está haciendo el sector gastronómico de la Comunidad Valenciana, con casi 25 restaurantes en la guía (frente a 3 de Asturias, 1 de Extremadura o 1 de Galicia) me parece también muy destacable. Tanto, que si hacemos un ranking por comunidades, quedaría así: 

1º Cataluña- 65 restaurantes
2º- País Vasco- 45 restaurantes
3º- Madrid- 27 restaurantes
4º- Valencia- 24 restaurantes
5º- Andalucía- 6 restaurantes
5º- Mallorca- 6 restaurantes
6º- Asturias- 3 restaurantes
7º - Canarias, Castilla y León, Castilla La Mancha: 2 restaurantes
8º-  Extremadura y Galicia: 1 restaurante. 

El caso gallego, ocupando un 8º puesto (aunque compartido con Extremadura como décima comunidad, ya que tres comunidades comparten el séptimo) me parece interesante, ya que es uno de los que conozco, e ilustrativo de que es importante saber cómo nos vemos a nosotros mismos, pero lo es también saber cómo nos ven los demás. Y según esta guía, que no es la biblia, pero puede servir para identificar tendencias Galicia es la décima comunidad en cuanto a percepción desde fuera (presente, además, por un único voto de un único cocinero español). Aquí se están haciendo muchas cosas bien, sin duda. Pero creo que la presencia de Comunidad Valenciana y de Andalucía, impensables hace unos años, demuestran que hay muchas cosas que mejorar en términos de visibilidad.  Y la autocomplacencia no ayuda, siento no ser un optimista en esto.Tenemos que creérnoslo, pero si sólo nos los creemos nosotros y no conseguimos contagiar a nadie más, la cosa no va bien.  

Grandes ausencias y llamativas (y muy ilusionantes en algunos casos) presencias: Cocinandos (León), Elkano (Getaria), Els Casals (Sagàs), Culler de Pau (O Grove), Casa Gerardo (Prendes)... E interesante también ver quién vota a quién: qué restaurantes son votados sólo por locales, qué zonas han conseguido tener una presencia internacional relevante, etc. 

En definitiva, el libro me parece mucho más que una guía. En realidad, creo que su gran valor, más allá de la utilidad que pueda tener a la hora de visitar tal o cual región (interesante en ese sentido la app que lanzan junto con el libro), es la de servir como termómetro de las tendencias internacionales y, en concreto en el caso español, la referencia que nos da de una visión exterior. Y creo que será interesante también volver sobre él en 5-10 años. 

Mención especial para la edición, con una estética muy cuidada y realmente atractiva. 

COCINAS MESTIZAS

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Todo empieza a raíz del cocido de este mediodía: carnes de los fumeiros tradicionales de Montalegre (Tras-Os-Montes, Portugal), zanahoria, nabiza, coles de bruselas, apio, judias verdes, garbanzo pedrosillano y alheira. Un cocido de lo más ecléctico que los puristas seguramente rechazarían levantando la ceja con gesto grave.  Es cierto, no es un cocido tradicional de ninguna parte, tiene cosas de diferentes cocidos de aquí y de allá. Y eso me lleva a qué es un cocido tradicional, dónde empieza, dónde acaba, en qué lugar están las fronteras geográficas que lo separan de otros igual de tradicionales. 

Al final, una vez más, llego a la conclusión de que a pesar de todo lo que nos gusta hablar de otras cocinas, de lo que nos encanta (a muchos) ir a un restaurante japonés, probar un plato tailandés o ir a tal o cual local de tapas porque hacen una versión de un plato peruano somos, seguramente, más conservadores que nunca en la historia moderna de la cocina. Insisto, moderna, no contemporánea. Hablo de los últimos quinientos o seiscientos años. 


Un cocido tradicional gallego suele llevar (aunque hay zonas en las que no) garbanzos, un producto que no tiene nada de gallego. Ni se da ni se ha dado nunca de manera significativa aquí. Y sin embargo forma parte de uno de nuestros iconos gastronómicos. Siguiendo el razonamiento pienso en otros iconos de la cocina gallega como la allada (ajo, pimentón y aceite de oliva), el pulpo á feira (más aceite y más pimentón), carne ao caldeiro, almendrados, tartas de Santiago y similares y confirmo que buena parte de nuestro ADN culinario, de las recetas que mejor nos representan, se basan en buena medida en productos de fuera. Es cierto que aquí hubo y hay producción aceitera, pero nunca cubrió, al menos hasta donde hay datos, más de un 2% del total que consumíamos, lo cual es casi tanto como si no se produjese ni una gota. Y es cierto que hay, y seguramente hubo más, algunos almendros en el valle del Arnoia, en Valdeorras o en Monterrei, pero se les puede aplicar el mismo razonamiento. 

El uso extendido de almendras por aquí tiene que ver, más que probablemente, con recetarios de orígenes monásticos. Aquí influyen dos factores: los intercambios entre conventos de una misma orden (yo te mando maíz a Alicante y tu me mandas almendra) y el origen sefardí de buena parte de las abadesas e incluso fundadoras de conventos a partir del S.XV. Tener una hija monja era una buena manera de ganar la carta de naturaleza como cristiano viejo. Y con esas monjas entran en los conventos muchas recetas de tradición sefardí en las que la yema y la almendra son elementos básicos. 

Otro tanto ocurre con algunos postres gallegos tradicionales basados en las masas fritas. No hay más que revolver un poco para encontrar cómo en el S.XVI quien freía en aceite era sospechoso de criptojudaismo. Y, por otro lado, el recetario sefardí está lleno de postres fritos. Sobre las orellas de antroido (o de frade) y la similitud con las orejas de Amman, hablé aquí y Anna ha comentado aquí y aquí. . Podríamos seguir a través de nuestras follas de limoeiro y su similitud con los paparajotes murcianos. Si fue antes el huevo o la gallina es algo que está por ver. 

Al final, por mucho que seamos un rincón en el extremo occidental de Europa, lo que hoy es Galicia ha sido siempre un fondo de saco, durante milenios el fin del mundo al que llegaron influencias, productos, técnicas y recetas que, un poco por necesidad y seguramente también por falta de prejuicios acabamos por adoptar como nuestras. Los romanos trajeron gallinas, ciruelas y cerezas, el gusto por el vino y la afición extendida por el garum o por las crías de animales (es menos rentable un cochinillo que un cerdo adulto, pero en términos gastronómicos puede resultar, a veces, mucho más tentador); los suevos, seguramente, trajeron una cierta afición por la brasa y, de nuevo, por las bebidas fermentadas a partir de casi cualquier cosa que no fueran uvas. En la edad media llegaron especias de aquí y de allá que aun en el S.XVIII pueden rastrearse en escritos del Padre Sarmiento.

Tradiciones como la del consumo del pulpo en el interior tienen que ver con el pago de diezmos a los grandes monasterios. Pero el hecho de que la tradición se asentase en concreto en O Carballiño, a un paso del monasterio de Oseira y que entre ambos lugares creciese el núcleo panadero de Cea, justo al paso del Camino de Santiago nos habla también de las grandes ferias y de los movimientos que estas generaban. Nos habla de los peregrinos, pero también de los arrieros que pasaban por el camino, de cómo los monjes descubrieron que era más práctico bajar el pulpo seco que habían cobrado para venderlo en una feria a pie de carretera; de cómo hasta allí llegaban arrieros maragatos y zamoranos, a veces incluso cacereños, con aceite, pimentón, ajo y garbanzos; de cómo allí unos vendían eso, otros vendían pulpo y los vecinos de la zona aprendieron pronto que tampoco estaba de más vender pan. Y de cómo de ahí nacen platos mestizos por excelencia. 

Hablamos de platos como el pulpo á feira, que en otros puntos de esas mismas rutas de arrieros tomó la forma del pulpo a la sanabresa. O Hablamos de la carne ao caldeiro y la carne a la maragata. Hablamos también de nuestra allada y la ajada leonesa. 

Seguramente el Noroeste fue una de las primeras zonas que adoptó la patata y una de las que sirvieron como vía de penetración del maíz en el S.XVII (seguramente entró antes a través del puerto de Sevilla, pero una segunda oleada penetró, partiendo de Florida, a través del puerto de Avilés y de allí Mondoñedo y A Mariña lucense). Mantuvimos, durante los siglos XVIII y XIX un intenso comercio con Levante, Andalucía, Portugal  y las Islas Británicas además de con otras zonas como Escandinavia, colonias americanas, etc. Nosotros exportábamos pescado en salazón y de ellos nos llegaban aceites, vinos, trigo, especias y un largo etcétera de productos que aquí no se daban o se producían solamente en cantidades anecdóticas. Tengo documentos de mi famila (en la que una rama era de armadores) donde se habla de cómo se traían vinos catalanes y de Jerez, sal, berenjenas y muchas otras cosas. Y en ese sentido es muy expresiva la historia del Licor de Ribadeo, que no es otra cosa que el Kummel báltico, que llegó a partir del S.XVIII cuando desde allí se estableció una ruta para traer lino de Riga. 

A partir de 1780 llegaron a las rías miles de catalanes, hasta casi 15.000 según algunos estudios,  que además de la tecnología más moderna de salazón y de proto-conserva trajeron consigo recetarios y costumbres. En mi familia, en la cual hay una parte de Ferrer llegados de Cataluña, se conservan recetas de carquiñoles, los carquinyols catalanes que, a su vez, tienen bastante que ver con los cantuccini italianos. Y seguramente el timbal de macarrones que en alguna ocasión se ha atribuido a la cocina de los pazos tenga más que ver en realidad con los timbales de macarrones catalanes. Por no hablar de las pasas de la empanada de bacalao de las Rías Baixas, un gesto muy poco tradicional y, casualmente, muy similar a muchas cosas que se hacen en la cocina tradicional catalana. 

Y en el S.XIX llegaron también emigrantes zamoranos. Algunos se dedicaron al comercio, otros a la banca. Junto a ellos llegaron platos como los callos a la zamorana, que a su vez, a través de los arrieros extremeños nos relacionan con la receta del menudo de Andalucía Occidental, que son básicamente iguales a los callos a la compostelana plato, por cierto, que se convirtió en símbolo de día de feria a la que llegaban tratantes de media Galicia con los que viajó hacia otras comarcas. 

Los clásicos de nuestra cocina, los Picadillo y Merín, están llenos de recetas foráneas que supongo que tenemos que entender que eran, por entonces, más o menos habituales en las cocinas burguesas locales: de una merluza a la parmesana a las tortas de Morón o el mazapán de Turín hay para todos los gustos. Y a partir de los años 60 abrazamos con tal pasión la tradición del asado argentino que hoy no hay aldea, por pequeña que sea, que no cuenta al menos con una churrasquería. La mía está ahí, a unos 600 metros.  

Así se conforma la cocina gallega contemporánea, como cualquier otra, a base de idas y venidas, de comerciantes y de emigrantes, de armadores y de emprendedores. Razones muy similares explicarían la presencia tradicional de la pasta en Cataluña, la existencia de las abacerías sevillanas en manos de comerciantes cántabros, la tradición de las empanadas en algunas freidurías de Cádiz o el arroz con leche en Asturias. 

Y sin embargo hoy, herederos como somos de una cocina absolutamente mestiza, nos escandalizamos en ocasiones cuando alguien añade un ingrediente no canónico al cocido tradicional que en algún momento decidimos momificar. O, por el contrario, queremos impresionar no se sabe bien a quién lanzándonos en brazos de ceviches, tiraditos, aguachiles, gyozas y dimsums. Ahí es cuando me acuerdo, normalmente, de mi tatarabuelo Ferrer y de sus botas de vinos de Jerez, del árbol de canela que había en una de las fincas de la familia y de las pasas de esa empanada que hoy nos parece tan tradicional en las Rías Baixas. Y es algo que me ayuda a relativizar, a quitarle gravedad al asunto y a entender que, al final, lo bonito de la cocina es que, por mucho que nos esforcemos, no sabe de fronteras. Y todo por culpa de un cocido montado a base de piezas traídas de aquí y de allá. 

HISOP: TRES (O CUATRO) IMPRESIONES

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Barcelona es siempre una caja de sorpresas. Si algo tiene, para los que llegamos de fuera, es que por mucho tiempo que tengas en la ciudad y mucho dinero que lleves ni lo uno ni lo otro te llegarán para visitar todo lo que te podría apetecer.  Es, seguramente, la ciudad en la que, en global, más he disfrutado comiendo. Las visitas a Dos Cielos o a Dos Palillos están entre las memorables, pero también tendría que hablar de Coure, de platos inolvidables en Koy Shunka, en Shunka, en Oaxaca, en la Bodega 1900, Gaig... y todo lo que me falta. Ni voy lo suficiente ni creo que fuera económicamente viable que me decidiese a visitar todo lo apetecible.

Tatin de butifarra negra, manzana, apio. 

Pero me voy por las ramas. En la última visita a la ciudad, entre bodegas, casas de comidas, pastelerías y demás un buen amigo decidió que fuésemos a Hisop, uno de esos sitios que, a pesar de la estrella Michelin que ostenta y de contar ya con una larga trayectoria no es todo lo mediático que cabría esperar, al menos fuera de la ciudad. Esto no es algo peyorativo. Al contrario, creo que les permite mantener un ambiente realmente acogedor y unos ritmos que difícilmente podrían darse en el local de moda de turno (que, por cierto, en unos meses dejará de serlo). Me gusta ese carácter reposado, que no se obsesiona por la próxima portada y que, creo, se transmite a la sala.

No tengo intención de hacer una crónica detallada de la comida. Han pasado ya un par de meses y seguramente muchos de los platos no estén ya en la carta. Sí que quiero, sin embargo, comentar algunas de las cosas que probamos porque creo que son interesantes y porque no necesariamente se corresponden con los platos más conocidos del cocinero. Reconozco que no soy un incondicional de los platos de foie, así que el célebre foie after eight de Oriol no fue lo que más disfruté de la noche. Me iría, más bien, a platos de base marina o, al menos, mar y montaña que me gustaron especialmente dentro del menú.

Berberechos, nabo, níscalos, orujo, yuzu. 

Es el caso de los berberechos con níscalos y una fina lámina de nabo aromatizados con orujo y yuzu. Potentes, desconcertantes en un primero momento para alguien de las rías como yo, pero enormemente sabrosos. De Oriol Ivern me gusta esa capacidad para sorprenderte con enfoques nuevos para productos que te sabes ya de memoria. Algo parecido me pasó con el pulpo con quinoa y panacotta de albahaca. 

Fantástico, sin más, me pareció el plato de papada, caracoles de mar, castaña, pak choi y caldo ahumado. Con esa base que remite al sudeste asiático (papada + verdura crujiente) y que en algún sentido podía recordarme al brioche de papada de Paco Morales en Altrapo, Oriol consigue un plato completamente diferente y muy personal tirando hacia el mar y montaña, añadiendo textura con las láminas de castaña cruda y reforzando el carácter cárnico con un caldo ahumado que era una auténtica bomba. Los caldos en la cocina de Hisop: mención aparte para un caldo de cardamomo negro que acompañaba a un cochinillo con manzana verde y que era de auténtico vicio. 

Papada, caracoles de mar, castaña, pak choi y caldo ahumado. 

Termino con el primero de los postres, todo un acierto tras un menú contundente: granizado de wasabi, helado de yogur-queso, granada, manzana, limón. Fresco, perfecto para limpiar las papilas tras haber tomado el cochinillo y la papada y para el que ácido prepare el final de fiesta del menú. Sabroso, divertido con el punto de wasabi. El tipo de postre que me gusta en una comida larga como esta. 

Granizado de wasabi, helado de yogur-queso, limon, manzana, granada. 

Y podría seguir. Podría hablar de la simpática tatin de butifarra negra, apio y manzana; del xuxo versionado en el segundo postre, de esa holandesa de camagrocs que acompañaba al pescado. Pero ¿Qué sentido tendría, dos meses y pico después, cuando el menú ya habrá cambiado, recrearme en los detalles? Creo que los platos que comento ejemplifican un estilo y, para mí, marcan momento especiales en el menú. 

La cocina de Hisop no es una cocina de mínimos. Busca, más bien, composiciones complejas con cuatro, cinco o incluso más ingredientes con un papel destacado en el plato. No es una opción sencilla, se corre el riesgo de caer en el barroquismo, en lo redundante. Pero creo que los platos que comento dan idea de que es perfectamente posible ofrecer bocados sabrosos desde ese planteamiento.

Me alegro de haber conocido este restaurante. Probablemente, por un motivo o por otro, habría sido de esos que se me habrían ido quedando para una próxima vez de no ser por un amigo. Y esa es una de las grandes virtudes de mi trabajo, la de darme a conocer a gente estupenda aquí y allá que te recomienda cosas que se salen de lo obvio y con la que, de vez en cuando, disfrutamos del lujo de una buena mesa y de una mejor charla. 

CONTRA LA REVOLUCIÓN PERMANENTE

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Leo, así, de buena mañana, en un blog sobre series de televisión, que determinado estreno de hace una par de semanas está bien pero, no lancemos las campanas al vuelo, tampoco es para tanto porque no es revolucionario. Y no puedo evitar pensar en el sector gastronómico y en la obsesión que nos ha entrado a todos por revolucionar constantemente. Unos a la hora de construir un plato, otros a la hora de identificar talentos que le den la vuelta a todo lo establecido en cada cambio de carta. 

Siento resultar agorero, pero eso no ocurre. No ha ocurrido nunca. Las revoluciones lo son, precisamente, porque no son algo constante. Ni siquiera son usuales. Son momentos puntuales de transformación y de cambio. Y, con suerte, se darán, dentro de un sector determinado, una vez en cada generación. Pero, de todos modos, creo que tampoco debería preocuparnos. Tras las revoluciones son necesarios periodos de asentamiento, de criba, en los que se separe lo realmente interesante de los excesos, esos momentos que convierten un acto de lucidez en una tendencia consolidada. Y tal vez es ahí donde estamos. 

Manolo Millares: Composición sobre fondo rojo, 1960. 

Nos falta, sin embargo, tras casi dos décadas frenéticas, un cierto sentido de la calma, de la consolidación. Nos falta valorar las trayectorias asentadas, las ideas que se pulen  tras ser revisadas una y otra vez. Pienso, por ejemplo, en los bocetos en mármol de Miguel Ángel, en los dibujos preparatorios del Guernica de Picasso y en qué habría pasado si hubieran abandonado la idea tras el primer chispazo de genialidad para buscar una novedad aun más reciente. 

Valoramos en exceso la revolución. Y la vanguardia, esa palabra gastada por el uso que en historia del arte se refiere a un momento concreto superado hace ya casi un siglo. La vanguardia, por definición, está unida a la revolución, a momentos de cambio. Y por su propia naturaleza no puede ser un movimiento, una tendencia. Es algo puntual, gestionado por unos pocos y de duración limitada. Pero, una vez más, eso no tendría que quitarnos el sueño. La verdadera importancia de las vanguardias históricas en el campo artístico, por ejemplo, no está en un cuadro concreto de Braque, de Gris o de un expresionista alemán. Su verdadera importancia reside en todo lo que permitió en las décadas siguientes.  Sin esa vanguardia de comienzos del S.XX no habría habido arte pop, ni Bauhaus, en España no habríamos tenido un grupo El Paso, un Saura, un Tàpies. No habría existido un Rothko ni tampoco un Frank Stella. 

La vanguardia es sólamente un momento de la evolución creativa, ese contexto que se da tras una revolución y que expone nuevas vías de investigación que se irán trabajando, consolidando o desechando en las décadas siguientes. Y tan importante como ese momento de vanguardia es la exploración de esas vías inéditas. El papel de la vanguardia es indicar el camino, el papel de sus continuadores es adentrarse en él y descubrir a dónde llega. 

Propongo dejar de utilizar los términos revolución y vanguardia en la cocina española contemporánea. No hacen falta. Están gastados por el uso. Han perdido su valor. Creo que es más interesante investigar, agotar las posibilidades de una vía antes de adentrarse en otra y dejar que sean el tiempo y los analistas quienes, más adelante, pongan las etiquetas. 

NUESTRA BARRA (TORRELLANO)

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No tengo buenas imágenes (la iluminación baja de un comedor reservado a la noche), así que no me extenderé mucho al hablar  de la estupenda sensación que me dejó una cena en Nuestra Barra, un local en Torrellano, a medio camino entre Alicante y Elche, en el que seguramente no pararías si no fuera por una recomendación. Pero, hazme caso, vale la pena parar, detenerse en este pueblo sin ningún interés turístico a un paso del aeropuerto para buscar este local, puesto en el mapa gastronómico hace un tiempo, según me dicen, por Rafael García Santos. 


Nuestra Barra es un excelente ejemplo de esa cultura de barra alicantina que creo que nunca se reivindicará lo suficiente. Un ejemplo ilustrado, venido a más, pero que respeta y mima el producto tradicional. No hay más que ver el expositor refrigerado de salazones que se encuentra uno al entrar en el local para darse cuenta de ello. 


Ya en la mesa (que bien podría haber sido la barra también), buena gamba roja y blanca o unas estupendas croquetas de pato. Mención aparte para el plato de atún, que en temporada, y según disponibilidad del mercado es de almadraba y en nuestra visita era de Balfegó: en sashimi, en tataki y en tartar. Interesante también el plato de bacalao en diversos grados de salazón. 

Me interesaron mucho platos humildes, de bar, que mantienen ese espíritu de barra como los huevos fritos con lascas de bacalao. Aunque propuestas más en el lado elaborado, como las alcachofas rellenas de compota de cebolla y foie también tuvieron su gracia. Terminamos, sin perder ese carácter local, con unas almojábenas. 


Ni más ni menos. Producto, cultura de barra, nada de excesos ni de quiero y no puedo. Todo un motivo para parar en Torrellano.  

En cuanto a precios, es posible picar en la barra cosas interesantes por no mucho dinero y cenar de esa manera por alrededor de 20-25€. Por supuesto, si incluímos atún rojo, langostinos o similares la cosa se irá a 45,50, 55 o hasta donde uno quiera. Un vistazo a la carta ayuda a hacerse una idea. 

RESTAURANTE NUESTRO BAR (ALBACETE)

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Para mi primero contacto con la cocina manchega quería un restaurante sin adornos, sin puestas al día o actualizaciones innecesarias; quería cocina manchega pura y dura. Y me hablaron del Pincelín, en Almansa, pero al decidir quedarnos por Albacete capital  uno de los nombres que se repitió entre las recomendaciones fue el del restaurante Nuestro Bar, un local situado en uno de esos barrios nuevos que no hace tanto fueron todavía periferia de la ciudad. 



Nuestro Bar está a punto de cumplir el medio siglo de vida y ahí sigue, en medio de un barrio de los años 80-90 de la ciudad, con su aspecto de venta manchega. Y eso es lo que te encuentras al cruzar su puerta, hasta el punto que no sabes si es un decorado o si en realidad son capaces de mantener esa atmósfera. Supongo que, al final, tiene algo de forzado, de esfuerzo por mantener ese aire de siempre, pero también de auténtico. La clientela claramente local y en muchos casos con aspecto de habitual parece darme la razón. 

En el paso de la taberna al comedor, un camarero espera tras una cuervera (un recipiente tradicional) para recibirte con un vaso de cuerva, una bebida local de la familia de la sangría, mientras te acomodas en la mesa y le das un vistazo al menú. La carta, extensa, tiene algunos clásicos en cualquier casa de comidas de España, pero diría que un 90% se basa en la cocina tradicional manchega y, en concreto, de la región de Albacete: migas ruleras, perdiz en escabeche, crema de perdiz, atascaburras, manos de cordero, ajo mataero, gazpachos, mojete, pisto manchego, torta de berenjena, guisao de pichones, gallina en pebre, encebollao de sardinas saladas, azotabarbas... Había dónde elegir. 

Ajo mataero

Así que, como íbamos a lo que íbamos, decidimos irnos a los clásicos entre los clásicos, sin complicarnos más. Empezamos por un ajo mataero, una receta local a base de pan frito e hígado majados hasta conseguir una pasta que se adereza con especias y se remata con tocino frito y piñones tostados. Tan contundente como suena, aunque sabroso y no tan potente de sabor como imaginaba.  No es, evidentemente, un plato para diario, pero antes de que nadie me contente lo excesivo que resulta, lo poco sutil, quiero huir de prejuicios: si pensamos en los ingredientes de un paté de campagne o en el aporte calórico de un foie gras au torchon son igual de defendibles que este clásico manchego. Sin embargo, ese sello de autoridad que les confiere venir del recetario clásico francés y ese esnobismo que hace que midamos la sutileza en función del precio hace que unos sean una delicadeza gastronómica y el otro una barbaridad. Olvídate y disfruta. 

Atascaburras

Lo siguiente en llegar a la mesa fue un atascaburras. Correcto, sin más. Tal vez el bacalao usado no era el mejor. Agradable, pero no creo que fuera especialmente reseñable, flojo de sabor a pescado. Decorado con rodajas de huevo cocido (demasiado, a todas luces) y nueces. 

Como principal optamos por los gazpachos, servidos en este caso sobre una torta (tengo entendido que en esto hay variantes locales). Sabrosos y abundantes, aunque tengo que reconocer que los que tomé dos días más tarde, cocinados por Nazario Cano en Alicante, le ganaban de lejos. Aun así, más que correctos y muy agradables. 


Para el postre, dado que éramos de fuera, nos recomendaron un surtido de especialidades locales. Buena idea en cuanto a la opción de probar varias cosas diferentes como los panecicos de Hellín, los higos en almibar, las hojuelas o el arrope, pero esos platos presentados con todo ya cortado y rematados con profusión de florones de nata montada no me gustan nada, si tengo que ser sincero y sin que esto reste calidad a los postres en si. El surtido llegó a la mesa acompañado de un porrón de mistela. 

Todo esto, incluido pan, media botella de vino de la casa (D.O. La Mancha. Siento no recordar el nombre) y los cafés costó 21€ por persona, una cantidad más que razonable. Seguramente hay casas de comidas más baratas, pero teniendo en cuenta lo probado, la ubicación, la comodidad y la amabilidad y eficiencia del  servicio me parece un precio muy razonable.  Volvería y me parece recomendable para asomarse a la cocina manchega sin distorsiones, aun a pesar de que hubo algún plato que baja un tanto la media de la comida (el caso del atascaburras).   


HABLAR DE COCINA SIN HABLAR DE COCINA

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Hablar de cocina sin hablar de cocina. Eso es lo que ha pasado durante dos días en San Sebastián, en el encuentro Diálogos de Cocina, que este año ha cumplido diez años y cinco ediciones. Durante dos días unos 150 cocineros y casi otro centenar de diseñadores, historiadores, artistas, psicólogos, expertos en marketing, músicos o especialistas en internet se encontraron para hablar de cosas que tienen mucho que ver con la cocina actual. Pero casi no se habló de la cocina en si, no hubo platos en el escenario, apenas un vídeo centrado en una receta. No hubo técnicas ni el último aparato desarrollado para la cocina. 


Se habló de estética, de procesos creativos; se habló de diseño, de cómo incentivar la creatividad. Se propusieron cosas que poco tienen que ver,  a primera vista, con la cocina y que, sin embargo pueden dar ideas, mostrar caminos. Por eso opto también por ilustrar con algunas de las cosas que me he traído de allí, unas nombradas explicitamente en el escenario otras, las más, aludidas fugazmente o encontradas en uno de esos links que los ponentes dejaron caer. Entre los oyentes: Paco Torreblanca, Pedro Subijana, Juan Mari Arzak, Xanty Elías, Fina Puigdevall, Francis Paniego, Diego Guerrero, Paco Morales, Begoña Rodrigo, Jesús Sánchez, Firo Vázquez, Albert Raurich y un larguísimo etcétera. 

Alguien dijo, en una de las charlas, que es difícil imaginar un congreso médico sin médicos, un congreso de arquitectos sin arquitectos. Pero ahí estaban, casi 200 cocineros escuchando ponencias, durante dos jornadas enteras, en las que la presencia de otros cocineros fue casi anecdótica. Y a mí, personalmente, que en esto de los congresos (tanto de cocina como de otras cosas) tengo unos 20 años de experiencia, me pareció un enorme soplo de aire fresco. Creo que son necesarios, de vez en cuando, esos momentos de desconexión del sector, de mirar hacia fuera, de escuchar lo que otros tienen que aportar. 

Estantería Split. Peter Marigold. 

Porque vivimos tiempos extraños, momentos de crisis que coinciden con los años posteriores a una eclosión de creatividad con muy pocos antecedentes en la historia de la cocina occidental. Estamos en medio de una época difícil en algunos aspectos en la que los restaurantes -empresas- y los cocineros -profesionales- buscan alternativas, conciliar las facetas económicas del negocio con las creativas. Tiempos en los que las marcas, la publicidad o las agencias están más presentes si cabe que antes, son más necesarias tal vez en algún aspecto pero se convierten, al mismo tiempo, en una tentación que puede tener más de una cara. 

El sector gastronómico se ha dejado llevar, en algún momento que otro en los últimos años, por el poder de la proyección mediática, por un cierto glamour de fiestas, de eventos y de invitaciones. Como diría una amiga, nos ha deslumbrado el brilli-brilli en más de una ocasión. La explicación puede ser lógica -la necesidad de darse a conocer, los efectos colaterales de la celebridad- pero eso no impide sus consecuencias. La televisión ayuda, pero también ha causado muchos daños en términos de banalización. La omnipresencia mediática es tan rentable por un lado como perjudicial por otro. En ocasiones el afán (comprensible) por generar contenidos no ha ayudado: un año, una novedad que dé lugar a un titular; una temporada, un nuevo concepto; un cambio de carta, imperioso, cada pocas semanas; un vídeo nuevo para una nueva ponencia; otro video que explique la filosofía de la nueva temporada. Congresos, televisión, radio, libros, entrevistas, viajes, ponencias, talleres, invitaciones a festivales de cine, a exposiciones, a eventos de todo tipo. 

Jarrón con piedra. Martín Azúa. 

Está bien. Es así. Más vale irse acostumbrando y aprender a convivir con ello, tratar de explotar su faceta más enriquecedora y minimizar las otras. La cocina ha sido asumida como un elemento más de la cultura popular y, por supuesto, del mercado. Está sujeta, por lo tanto, al igual que la televisión, el cine, el arte o la literatura a los riesgos de los advenedizos, de la crítica destructiva, a los peligros de la trivialización, de las descontextualizaciones y del faranduleo. De cada uno depende hasta qué grado esto vaya a ser así. 

Pero con eso y con todo soy optimista. Los excesos del mundillo del cine no le quitan importancia al Cine, con mayúsculas. El postureo del mundillo del arte no le resta interés a la creación artística,. La televisión no es mala, sólo es mala la mala televisión ¿Por qué con la cocina habría de ser diferente? Por eso, por darse precisamente ahora, un encuentro como Diálogos de Cocina, centrado en el fenómeno de la vanguardia creativa, me parece enormemente necesario. Es el momento de pararse, de hablar con otras disciplinas, de ver lo que han ido haciendo y cómo ven ellos lo que pasa en las cocinas. Es el momento de tomar conciencia de lo que se está haciendo, de cómo se relaciona con otros aspectos de la cultura y, también, de hacer una cierta autocrítica. 

No conozco personalmente a Andoni Luis Aduriz, la persona detrás de Diálogos de Cocina. Habremos cruzado dos o tres frases a lo largo de lo que es ya un buen montón de años. Admiro su trabajo y su capacidad de permanecer ajeno a tendencias. Y de vez en cuando he discrepado con algunas de sus posturas. Creo que es perfectamente lógico. Diferencias puntuales al margen lo considero uno de los cocineros más valientes y más coherentes de las últimas décadas. Y cuanto más conozco su trabajo, el de su equipo y el de otros cocineros que han pasado por su cocina, más me reafirmo en este convencimiento. 

Creo que hace falta mucha curiosidad y mucho valor para ponerse al frente de un proyecto como Diálogos de Cocina, que puede resultar inmensamente enriquecedor pero también convertirse en una cura de humildad. Y creo, tras haber estado, que se ha conseguido dar con el enfoque correcto: se trata de buscar inspiración, de comprender lo que hacen otros y no de perseguir soluciones milagrosas o fórmulas cerradas. No era el momento de darse palmaditas satisfechas en el hombro, pero tampoco el de autoflagelarse: era el momento de escuchar, de aprender. De dudar. 

Estantería escritorio. Nendo

Así entiendo yo, al menos, la participación de gente como Adrian Cheok. Hablar del Human Pacman, del Kissenger o del paraguas-katana puede parecer frívolo o carente de sentido. Y sin embargo creo que nos pone ante los límites del internet actual y sus posibilidades futuras. No era su papel hablar de las posibles aplicaciones culinarias de estas tecnologías (para eso están los cocineros, por esta vez sentados en el patio de butacas). Se trataba, más bien, de explorar los bordes para tratar de ver qué puede haber más allá, de defender una visión más amplia. Se trataba de cuestionar nuestro concepto de qué es y para qué sirven tanto internet como la tecnología. 

Porque, esa es otra, seguimos teniendo miedo a la tecnología. Muchos cocineros hablaron de sus posibles riesgos y amenazas. Se olvidaba, tal vez, que una cocina de gas, un cascanueces o unas varillas eléctricas son tecnología. Por no hablar de una Thermomix o de una Pacojet. Sin tecnología no hay cocina, lo sepamos o no. así que será mejor asumirlo. Se trata, simplemente, de conocer qué puede la tecnología actual hacer por la cocina contemporánea. Los excesos no serán tanto culpa de la tecnología como de quien la usa. Cuando se usa un teléfono para delinquir no es el fabricante del teléfono el culpable. Ya que la tecnología está, aprendamos a usarla en nuestro beneficio. 

Apunto aquí una de las ideas de Juan Antonio Barrionuevo: los restaurantes están desaprovechando el potencial de la tecnología usada por sus clientes. Esas fotos que tanto molestan a algunos, la geolocalización, los likes, los usuarios, sí, pero también horarios, preferencias, identificación de tendencias, opiniones, segmentación, feedback, fidelización, data mining. Cualquier industria tecnológica vería ahí un filón y nosotros nos liamos en si es útil o no. Habrá que esperar. Hace cinco años los que sacábamos un móvil en un congreso éramos poco menos que bárbaros y sin embargo hoy quienes decían aquello presumen de número de seguidores y TODOS tiene cuentas en varias redes sociales en las que escriben desde los congresos. Sic Transit. 

En la misma línea inspiradora estuvo la exposición de Charles Spence, que me pareció brillante: que el estudio de la conducta demuestre que se pueden hacer determinadas cosas no implica que haya que hacerlas, no quiere decir que tengan que reproducirse en las condiciones extremas de un ensayo de laboratorio. Pero está bien saber que eso es así (y por qué). Cómo se use luego depende de la creatividad del cocinero, no de quien expone los hechos. 

Conjunto Still para filtrar agua. Formafantasma


Grandísima la charla de Martín Azúa que, sin decirlo de un modo explícito, dejó sobre la mesa temas como la elegancia, la sencillez, la relación con otras disciplinas artísticas, una cierta autocrítica o la inspiración. Me quedo con dos de sus ideas: 

"¿A qué nos dedicamos los diseñadores cuando diseñamos una silla cuando, seguramente, la mejor de las sillas posibles está diseñada hace 70 años? A la narrativa, a la ritualidad, a estudiar qué comportamientos generan nuestros diseños"

"La estética del alarde que tapa la mediocridad"

Me parecieron interesantes algunas de las cuestiones a las que aludieron Vicente Todolí, Andoni Luis Adúriz o Franc Aleu: la necesidad (o no) de las etiquetas, qué es la vanguardia (¿Un movimiento, una actitud? ¿Puede ser algo generalizado o necesariamente restringido?). Me interesó la aproximación a las vanguardias históricas de Carlos Granés. Es fundamental conocer la evolución de las ideas estéticas para ser conscientes de su potencial y, sobre todo, para no caer en tópicos superados. Estupendo Luki Huber con una sesión práctica de creatividad colectiva. 

Autharchy. Formafantasma

Pero por encima de todo esto que me he traído anotado para casa y que me tiene desde la primera de las sesiones dándole vueltas a algunas ideas, me quedo con la sensación ilusionante que se respiraba en los cafés y en las charlas de pasillo: cocineros que comentaban tal o cual avance tecnológico, conversaciones sobre el contenido de determinada charlas. Y, sobre todo, muchas dudas. 

Si Diálogos de Cocina 2015 ha servido para romper algunas seguridades, para demostrar que no está todo dicho, para que todos (cocineros, escritores, investigadores, docentes, periodistas...) nos preguntemos por los límites de la cocina creo que habrá sido un éxito. 




NOTAS SOBRE EL FORUM GASTRONÓMICO DE A CORUÑA 2015

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Dicen que cada uno cuenta la feria según le fuera en ella y a mí esta me ha ido bien, así que imagino que eso me predispone hacia un evento hacia el que, por otro lado, hace ya casi 8 años que estoy bien predispuesto. Hablaré, por lo tanto, de mis experiencias, de los muchos y muy agradables encuentros por los pasillos, de las charlas, de las cenas, de las tapas y los vinos. No pretendo hacer una crónica de un evento que a todas luces se consolida plenamente en la capital provincial después de que Santiago de Compostela, en un movimiento que creo que nunca alcanzaré a entender, decidiera renunciar a algo en cuya puesta en marcha había apostado decididamente y de manera exitosa. 

Presentando al equipo de Culler de Pau. Foto de Ni Mata ni Engorda

No puedo dejar de pensar en cómo estaban los locales estas noches (de domingo, de lunes o de martes) en A Coruña. Y al mismo tiempo recordar una imagen que alguien subía a una red social no hace mucho, un sábado de febrero, soleado, con la Praza do Obradoiro completamente desierta a eso de las cinco de la tarde. Entiendo las reticencias a gastar dinero en época de crisis, pero, sinceramente, me cuesta entender que alguien no vea el retorno de la inversión. Igual ahora, con una imagen puesta al lado de la otra se entiende que, a veces, para ganar 20 hay que invertir 10. Y esperar. Y que es muy fácil salir del mapa por ahorrarse un poco de dinero. Pero, bueno, no es mi campo ni pretendo hoy hablar de gestión, así que ahí dejo el tema. Me apena, simplemente, pensar lo difícil que es rectificar una decisión errónea, como creo que fue esta. 

Por lo demás, para mí el gran titular de este Forum sería la consolidación de una nueva generación de cocina gallega: gente formada junto a los grandes nombres del arranque de siglo, en las cocinas  de Solla, de Marcelo Tejedor, de Toñi Vicente; gente ya consolidada en algunos casos que se une a otra con proyectos aun en ciernes y que nos permiten hablar de una Nueva Nova Cociña Galega. Ahí estarían Javier Olleros (Culler de Pau) o Iván Domínguez (Alborada), pero también Diego López (La Molinera), Gorka Rodríguez (A Pulpeira de Melide), Alberto Lareo (Manso), Lucía Freitas (A Tafona), Alén Tarrío (Café de Altamira), Nacho Rodríguez (Gastromanía), Pablo Pizarro (Bocanegra), Iñaki Bretal (Eirado da Leña), Dani López (O Camiño do Inglés), Dani Guzmán y Julio Sotomayor (Nova)  y un largo etcétera. 

Bocadillo de calamares de Abastos 2.0. 

Se trata de gente con propuestas de ambiciones y proyección muy diferente, de edades también distintas (que se sitúan entre los 25 y los 40, aproximadamente) pero que comparten un momento, el haber puesto en marcha sus negocios con la crisis ya encima, lo que seguramente ayudó a dimensionar el concepto en sus cabezas y, sobre todo enfoques que heredan mucho de la labor pionera de los fundadores del Grupo Nove, de Toñi Vicente, de Ana Gago y otros cocineros pero que son capaces de proponer una impronta propia, matices diferenciales que hacen (al menos a mí) intuir un cambio generacional más que una continuidad lineal. 

Presentando a Andrés Medici (Osushi)

Hace ocho años, en el Salón de las D.O. de Vigo hablaba de los paralelismos entre Galicia y Dinamarca (por tamaño, por distancia a los grandes centros, por clima...). Por entonces la idea no tuvo ningún recorrido. Haber escuchado el otro día Iván Domínguez defender esa proximidad al Arco Atlántico (cuestión sobre la que volvió Javier Olleros) y a presupuestos de la cocina escandinava me parece que indica un cambio de mentalidad. La profusión de hierbas de playa y vegetales silvestres que se vio en buena parte de los talleres va, en mi opinión,  en la misma línea.  No hace tanto me miraban raro cuando llevaba un aceite con hierbas silvestres o una flor recogida en el campo a un amigo cocinero. Y son gestos, son detalles, la cocina va mucho más allá de un ingrediente o de una influencia, pero creo que indican cambios de mentalidad. 

Carabinero de Pedro Lemos. 

Las parrillas y las carnes, que llevan ahí toda la vida, están de moda: maduraciones, brasas, Abel de Gueyu Mar, la gente de Elkano, el bogavante a la llama de Alborada. Más tendencias: parece que también en Galicia se camina cada vez más hacia una cocina menos tecnificada de modo evidente. Ya se oye hablar poco de roners, de espumas, de nitrógenos... Hablarle al cliente de cocciones milimétricas y prolongadísimas parece que va perdiendo su capacidad como reclamo. Algo hay, claro, como también hay algo de play-food, de espectáculo y de trampantojo, pero esas no parecen ser ya las tendencias dominantes. Si tengo que arriesgar diría que los tiros no irán por ahí en los próximos años. 

Risotto de AOVE de Panepanna. 

En cuanto a la ciudad, me quedo con el paso -fugaz- por A Culuca y por el paso, más reposado, por Bocanegra. A ambos les debo una visita con más calma. Pero, en cualquier caso, creo que son, junto con A Mundiña y A Pulpeira de Melide (uno de los mejores pulpos que he probado, entre otras cosas) el ejemplo de que en A Coruña las cosas se mueven, independientemente del nivel de cocina del que hablemos, a un ritmo que ya querrían otras ciudades gallegas. 

Presentando al equipo del restaurante Nova. 

Me quedo con el dulce tibio de calabaza (como un coulant, servido con requesón) de la cena ofrecida por la ciudad de Oporto, con el bocadillo de calamares y el de vaca de Abastos 2.0 en la zona Cook Trends, otro de los exitazos del Forum. De ahí me quedo también con la pancha ahumada de Gastromanía y con las galeguesas, seguramente también con el tomate de A Culuca. Elaboraciones sencillas para un evento multitudinario en el que las complicaciones no me parecen la mejor opción. Me quedo con la tapa de Lucía Freitas en A Culuca (esa lengua escabechada), con la zamburiña del Bocanegra, con la vieira y navaja en aguachile de la cena que Diego "Moli" López ofreció el día final en el Bocanegra. 

Diego "Moli" López cocinando en el Bocanegra.

Y me quedo con los locales llenos, con las 23.000 personas que pasaron por el recinto, con los talleres colgando el cartel de completo. Me quedo con las charlas con cocineros a los que no conocía en persona y con aquellos otros a los que pude reencontrar, con los encuentros con amigos por los pasillos. Con la bolsa de los vinos que acompaña siempre a Pepe Ferrer en sus viajes. Y, por supuesto, con el trabajo que, aparte de llevarme a compartir escenario con algunos de los más interesantes cocineros del programa nos permitió, a través de Panepanna, participar en un taller junto con la D.O. Sierra Mágina. Qué fácil es trabajar cuando hay un equipo profesional y con tablas que te ayuda. Gracias a todos (no nombro para no dejarme a nadie atrás). 

Buenas, muy buenas sensaciones de tres días cargados de trabajo, de noches demasiado cortas y de kilómetros arriba y abajo entre stands. Dicen que la segunda edición de un evento es siempre la más complicada, aquella que tiene que consolidar lo logrado en una primera en la que seguramente la ilusión inicial ayudó a sortear dificultades. Si es así, me atrevería a decir que el Forum Gastronómico de A Coruña está ya plenamente consolidado y es, sin duda, el evento de referencia en el Noroeste. Y yo me alegro mucho por ello. 

ADICTO A LA LAMPREA

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Yo creo que en casos como este más vale empezar así, con una confesión: me encanta la lamprea y, aunque soy consciente de su poco bonito aspecto, me cuesta entender esa repulsión que provoca en tantas personas. Porque supongo que nadie me dirá que un pulpo, una centolla o una espardeña son bonitos, y ahí están, triunfando. Sin embargo la lamprea parece que tiene una suma de todo: ese aspecto cercano al de un reptil, esa piel resbaladiza, ese olor a fondo de río y, por supuesto, su boca. 

De todos modos, y dejando al margen los remilgos de una parte del público, me declaro incondicional del bicho en cuestión, tanto por sus características gastronómicas como porque me parece uno de esos grandes emblemas de la cocina europea clásica. Uno, además, que está desapareciendo poco a poco. 


No hay más que revisar los recetarios históricos, del Sent Soví en adelante (dejando a un lado si las murenae de Plinio, Apicius y demás son en realidad lampreas, morenas o anguilas, que eso es tema para otro post) para entender cómo durante siglos la lamprea fue uno de esos manjares especialmente valorados. Y no sólo aquí sino también en zonas como Italia o Cataluña donde ya no es en absoluto habitual. 

Pero con el paso del tiempo llegó la sobrepesca, unida a la contaminación de algunos acuíferos y a la construcción de embalses y presas que impedían el remonte de las aguas por parte de la lamprea, así que ésta fue desapareciendo de buena parte de los ríos europeos y con ello del recetario hasta quedar relegada a zonas muy puntuales. 

Hoy el consumo de la lamprea en Europa Occidental se circunscribe, básicamente, al sureste de Francia, a Galicia y a Portugal, con alguna que otra zona aislada donde las capturas son mucho menores.  En los países bálticos hay bastante tradición, pero lo que allí se cocina es un pariente de nuestra lamprea, más pequeño y mucho más común en aquellas aguas. Pero, en fin, me voy por las ramas. 

El caso es que hace unos días, por cortesía del Concello de Padrón, tuve la ocasión de disfrutar de una jornada alrededor de la lamprea en el valle del Ulla, uno de los pocos ríos en Galicia que han conservado viva su tradición lampreeira. Hace unas décadas todavía estaban en uso las pesqueiras (las estructuras que se usan para colocar las redes) del río Tambre, que hoy languidecen en parte sumergidas en el embalse, pero en la actualidad podemos decir que ya solo el Ulla y el Miño siguen teniendo una tradición de captura de lamprea. 


Así que hasta allí nos fuimos, por la mañana, para acercarnos a varias pesqueiras de Herbón, para conocer su funcionamiento y para ver una barca lampreeira que no conocía y que confieso que me impresionó por sus dimensiones. De allí nos fuimos al centro y, tras un paseo por el casco histórico, llegamos a Chef Rivera, donde compartí mesa con Anna y un muy buen amigo. 


He comido lamprea en muchos sitios y en Chef Rivera en concreto en varias ocasiones y, sin conocerlos todos y sin ser amigo de rankings, creo que la que se prepara aquí está entre las muy destacables. Es, sin duda, toda una experiencia que vale la pena programar, ya sea para tomar una ración en una comida de otro tipo, para zambullirse de lleno en el producto de la mano de su menú degustación de lamprea, que ofrece cinco o seis elaboraciones: croquetas, risotto, ensalada..., ya sea para encargar su imponente timbal de lamprea (creo que el mínimo son cinco comensales) o, como en este caso, aprovechar las jornadas de lamprea en el ayuntamiento para disfrutar de un menú con dos elaboraciones diferentes a un precio muy ajustado de 25€ (vino y postre incluídos). 

Empezamos con una lamprea rellena, de alguna manera al estilo del Miño aunque en este caso rellena de lacón con grelos, que me gustó mucho. El vino que proponia el menú era un Vía Romana, un mencía de la Ribeira Sacra que me parece una buena opción. Lo acompañamos, sin embargo, con algunos de los vinos que se había traído mi amigo Pepe desde su tierra, además de con el mencía. Y he de reconocer que el amontillado y el palo cortado hicieron aquí un papel muy interesante. 


Seguimos con el clásico, la lamprea a la bordelesa (o bordolesa, o bordalesa, que hay quien lo dice de cualquiera de las tres maneras), que aquí preparan como en pocos sitios. Sabrosa, potente, pero sin ningún exceso de grasa, ni rastro de sabores a fango y muy lejos de la grasa de las elaboraciones de otros restaurantes.  Tras unos años sin haber ido por allí recordé por qué hay que pasar por Chef Rivera a comer su lamprea de vez en cuando. 

Un menú con un precio muy razonable, como decía, que permite probar el clásico entre los clásicos y, en este caso, otra elaboración muy diferente a partir de la lamprea. Otros locales del pueblo ofrecían croquetas, empanada y toda una serie de alternativas que me parecieron también muy interesantes y que se convierten en un pretexto más para darse un paseo por Padrón. 


No quiero cerrar el texto sin reivindicar la recuperación de otras elaboraciones de lamprea, hoy casi desaparecidas. La reina, en nuestros días, es la lamprea a la bordelesa, una elaboración que llegó a Galicia a comienzos del S.XX de la mano de un cocinero que había trabajado en Francia y que ha triunfado a nivel popular, creo que justamente, aun cuando es una receta de raíces ilustradas.  Por mi parte querría proponer aquella lamprea guisada en vino blanco con patatas y guisantes característica de la desembocadura del Tambre y que prácticamente desapareció al tiempo que lo hicieron las lampreas de ese río. 

Pero junto a ella propondría la lamprea con especias de Emilia Pardo Bazán o la lamprea estofada de Picadillo. Hablo de estas por ser dos recetas gallegas tradicionales que han ido perdiendo su vigencia en buena medida, pero por qué no proponer también la lamprea en salsa dulce de Alexandre Dumas o esa lamprea bordelesa clásica, con puerros,  que en su momento revisitó Marcelo Tejedor y que hoy lleva a su cocina, con una versión propia, Iván Domínguez en el restaurante Alborada. Creo que la materia prima da juego como para explorar esas y tantas otras recetas que se encuentran en los clásicos. Y yo, al menos, lo agradecería. 

LA MALA REPUTACIÓN

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En la primavera de 2007 mi hoy amigo Antonio Gras me invitó a unas jornadas, celebradas en Murcia y Cartagena, llamadas Lecturas Gastronómicas y centradas en la relación entre cultura gastronómica y literaria. Era la primera vez, hasta donde yo sé, en la que los blogs eran considerados cultura gastronómica. Y a mí me tocó explicar el fenómeno. En 2007, recordemos, los blogs eran unos absolutos desconocidos para la inmensa mayoría de los españoles, así que recuerdo, en la charla en Cartagena, a una señora mayor cuestionándose quién garantizaba la objetividad de lo expuesto en un blog. Hace casi ocho años, una señora mayor que apenas sabía qué era internet y que nunca había visto un blog. 

Lo que me sorprende es que aun hoy la pregunta sigue en el aire y se la hace gente con una cierta cultura relacionada con este tipo de medios. Así que he llegado a la conclusión de que la pregunta continuará ahí. Siempre. 

Es curioso, porque nadie se pregunta por la objetividad de los programas de televisión patrocinados, por la veracidad de lo que dicen medios online profesionales sobre sus anunciantes (o clientes, o representados). Nadie cuestiona que si una cadena de Radio como, pongamos por caso, la Cadena Ser pasa a pertenecer en buena medida a un banco eso pueda afectar a su objetividad. 

Pero los blogs sí. Tienen que ser cuerpos puros y, lo que es más, tienen que demostrarlo permanentemente. Es curioso, pero es así. La opinión, que nunca ha sido objetiva ni neutra, tiene que tender aquí a serlo. No basta que digas que alguien sobre quien hablas es amigo, ha trabajado contigo o te ha enviado una muestra de su producto. No es suficiente si explicas que te ha invitado a cenar tu pareja o si publicas la foto de la factura. Seamos serios ¿Alguien se imagina a un programa de televisión emitiendo las facturas de lo que sea?

Creo que nunca dejará de sorprenderme ese neo-puritanismo, esa necesidad de tratar de ponerse por encima de alguien. Uno se cree mejor que otro porque va a congresos del ramo, el otro se cree mejor porque nunca va y siempre paga sus facturas. Hay un tercero que es mejor que los dos anteriores porque él no paga y quien se hace cargo de las facturas es su medio. El cuarto es mejor que todos ellos porque él lo que está haciendo es un servicio a sus clientes/representados al hablar de ellos. Hay otro, un poco más allá, más legitimado que nadie porque él organiza eventos del sector y está más en el ajo. Pero un paso más adelante hay otro aún más legitimado si cabe porque él no organiza nada. 

Y luego está el "mi opinión no está en venta"¿No tienes amigos, familia, clientes... educación? ¿No tienes gustos personales que alguien pueda explotar a su favor? ¿No tienes antipatías, fílias, fobias? ¿O es que necesitas situarte por encima, que tu opinión (insisto, opinión) valga más que la de alguien por el motivo que sea?

Yo, en esto, quiero ser muy claro: opino. Tengo gustos, preferencias, simpatías, antipatías. Trato de ser cortés, educado, responder a los detalles que alguien tiene conmigo. Porque por encima de la adoración de una supuesta santísima objetividad en la que no creo está algo mucho más prosáico: la buena educación. 

¿Que hablo mejor de algo que me gusta? Por supuesto ¿Quién no? La diferencia, está, si acaso, en tratar de ocultarlo. No soy un juez. Nadie ve sus derechos vulnerados si mi objetividad flaquea. Y, sinceramente, si todos sabemos que El País se decanta hacia un lado y La Razón hacia otro (curiosa manera de ser objetivo), si nadie cuestiona las opiniones de un Jay Rayner, de un François Simon, de un Marco Bolasco ¿Qué tengo yo de especial que me sitúa en una esfera ética superior?

Tras darle muchas vueltas creo que la cosa se reduce a una falta de comprensión. A que mucha gente todavía no ha entendido que el valor de un blog está en ser el reflejo de la opinión de alguien, con sus gustos y sus manías. Y en que gestionar este tema es tan fácil como lo que yo hago con Tele5: como no me gusta cambio de canal. 

Pondré un ejemplo: hay un periodista gastronómico al que leía antes de dedicarme a este mundillo. Antes, incluso, de tener un blog o de independizarme de mis padres. Luego lo conocí en persona y descubrí que es un auténtico maleducado y que no me interesaba más. No he vuelto a leerlo y vivo feliz. No necesito que se redima, que haga muestra permanente de buenas maneras, de objetividad y de fineza.  Sé que tiene intereses en el sector, amigos, enemigos a los que observa con mirada torcida siempre que puede ¿Objetividad? ¿Seguro? Lo sé y me da igual. Simplemente busco otras voces que me dan lo que quiero y que representen a personas que me parecen interesantes. Con sus fobias, con sus antipatías, con su capacidad de parecer humanos. Lo de las hagiografías no me gustaba ni cuando mis padres me enviaban a clase de religión, así que mucho menos lo voy a exigir ahora. Las vidas de los santos quedan ahí, para quien tenga interés en ellas. Yo prefiero voces personales, humanas, falibles. 

Eso es lo que hace que leer a alguien valga la pena y que otros, hablando de lo mismo, no despierten ningún interés. Es una cuestión de subjetividad y de capacidad de elección. Tan simple como eso. Es más fácil creer que hay una verdad absoluta que hay que respetar, que existe la opinión infalible e inalienable. Más fácil, pero falso. 

El día que entendamos eso seguramente viviremos más tranquilos, más a gusto con lo que nos gusta y menos preocupados de lo que no nos interesa. Mientras tanto, mientras una de nuestras enfermedades mentales más preocupantes sea no ser capaces de dejar de mirar a aquello que no nos gusta, todo esto de la opinión subjetiva no dejará de tener mala reputación.  Y tal vez la única diferencia entre la opinión expresada en un blog (o en una red social) y la expresada en un medio impreso o una televisión sea la carta de naturaleza que dan los años. O la inocencia de quien cree que hay medios libres de simpatías, antipatías o compromisos. Es más bonito no saberlo, mirar hacia otro lado. Pero está ahí. Por eso hay grandes escritores del sector, capaces de redactar piezas maestras aun a pesar de todo ese contexto, y manadas de mediocres que escriben en papel, en digital o para medios audiovisuales. Separar a unos de otros exige cierto esfuerzo, algo más que pensar que uno es objetivo y el otro no, pero vale la pena. 


NO HAY PRODUCTO COMO EL NUESTRO

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No hay producto como el nuestro, no hay cocina como la nuestra, como aquí no se come en ningún sitio. Es algo que oigo aquí y allá con cierta frecuencia. El verano pasado el equipo de australianos con el que estuve trabajando, llegado a Galicia después de 9 semanas rodando por el mundo, puso cara de "Por Dios ¿Aquí también?" cuando alguien, en un pueblo de la costa gallega, les dijo que aquí teníamos el mejor producto del mundo. En cuanto la persona en cuestión se dio la vuelta me dijeron que llevaban casi 80 días oyendo lo mismo por todo el mundo. En palabras del director "aquí tenemos lo mejor, no hay nada como lo nuestro... por favor ¡Un poco de originalidad!"


Y no es que no crea que aquí (escribo desde Galicia, pero casi diría que esto es circunstancial. Podría decir lo mismo en la inmensa mayoría de los sitios) no tengamos algunos productos excelentes, seguramente, incluso, algunos de ellos podrán estar entre los mejores del mundo en su categoría. Sólo me faltaría saber qué es ser mejor (más sabroso, más potente, más delicado, nutricionalmente más equilibrado...) y cómo se mide eso en términos absolutos. Bueno, eso y haber probado todos los demás de esa misma categoría para comparar. Pero acepto que me voy por las ramas: en cualquier lugar hay productos fantásticos y aquí, en Galicia, donde contamos con un clima templado, aguas frías e influencia de la Corriente del Golfo, zonas de montaña, otras con un clima prácticamente mediterráneo es cierto que tenemos la suerte de que todo eso nos ayuda a tener buenas carnes, buenos pescados, buenas verduras, etc. 

Pero, insisto ¿Tienen que ser los mejores del mundo, en absoluto, para que estemos orgullosos de ellos? Está bien, acepto el juego. Cuando alguien me dice que, por ejemplo, las cigalas gallegas son las mejores del mundo habrá probado, al menos, las cigalas de otros cuatro o cinco sitios para comparar, digo yo. Lo otro sería hacer el fanfarrón de manera gratuita. Que levanten la mano los que hayan probado cigalas de cinco procedencias diferentes. Gracias. Y ahora que la levanten los que hayan probado carne de vacuno de razas autóctonas de cinco partes distintas del mundo y que la hayan probado, además, en los mismo términos de proximidad que la de aquí. Bien, o los que han levantado la mano son mayoría o esas afirmaciones exaltadas carecen de valor. 

Y no estoy atacando a nadie, que quede claro. No necesito que lo mío sea lo mejor para quererlo. Mi hija seguramente no es la niña más lista o más encantadora del mundo. Creo que es lista y sociable, creo que se esfuerza en serlo cada vez más. Y no necesito absolutos ¿Por qué habría de necesitarlos, entonces, con las vacas cachenas o el queso de O Cebreiro? Y lo mismo diría,si estuviese hablando de Alicante, de Cantabria o de Sajonia, insisto. No es atacar, es tratar de poner las cosas dentro de la escala de lo razonable. Lo otro me suena siempre al himno del equipo en el estadio, a los míos son los mejores aunque pierdan, porque son los míos. Y sí, está muy bien como sentimiento, pero los sentimientos y los absolutos tienen poco que ver. 


Me rebela, por lo demás, ese discurso fácil de lo nuestro es lo mejor, no nos conocen lo suficiente. Porque es no asumir que igual podrías mejorar, que igual en el hecho de que no te conozcan tienes algo que hacer. Y porque no nos lo creemos. No se lo creen ni los que lo dicen. Pero mejor ir a los datos.

En Galicia se come como en ningún sitio. Estos días de semana santa se llenaban las redes sociales de fotografías de platos y raciones acompañados de hashtags de autoafirmación ¿Una ración de calamares a 5, 6 o 7 €? ¿Seguro?  Los pocos que se han pescado en Galicia están, esta semana, a 6,5€/Kg en lonja (han llegado a pagarse, este año, a 24€). Repito, en lonja. De ahí van al distribuidor y, con suerte, de ahí al restaurante. Los que te comes, a ese precio, fueron capturados en el Índico (probablemente por una tripulación de filipinos en un barco con bandera de conveniencia), congelados hace meses y fritos, más que probablemente, en un aceite que ni es de aquí ni es bueno. Pero que nadie nos estropee la tarde: nuestro producto, nuestra cocina. Como aquí en ningún sitio. 

¿Hablamos del precio de los berberechos, de las vieiras, de la lubina salvaje o del bogavante autóctono en origen y de cómo, en ocasiones, es más bajo cuando llega al plato? ¿A nadie le hace pensar? ¿Hablamos de cuánto cuesta  el kilo de vaca cachena y de cuánta sale al mercado y de lo que vale esa hamburguesa luego en el sitio de moda? ¿De verdad salen las cuentas? 

¿Sabes cuántos bogavantes gallegos se han vendido en los que va de año? Unos 15 Kg al día, de media. Piensa en la cantidad de arroces con bogavante, de aquí, de la ría, de dónde va a ser, el mejor del mundo, que se vende en toda Galicia al día/semana/mes. Alguien está haciendo negocio a costa del discurso. 

En Galicia tenemos los mejores quesos de España. Es algo que he escuchado más de una vez. Dime diez quesos españoles. O tres catalanes. O andaluces. Si no eres capaz ¿Cómo puedes defender que los de aquí son los mejores? Salvo, claro esté, que lo pongamos en la esfera de las croquetas de tu madre. Entonces sí, son las mejores. Volvemos al mundo de los sentimientos. Los vinos gallegos están en un momentazo único, para sí lo quisieran otros. Y con una relación calidad/precio... Vale ¿Has probado muchos vinos de Murcia recientemente? ¿De Navarra, alsacianos, de la Beira Litoral? ¿Sabes decirme cuatro zonas productoras portuguesas, que están ahí al lado, y una o dos bodegas en cada una? 

Me apena, como cliente y como persona atenta al sector porque esos datos, incuestionables, hablan de clientes mal informados o que prefieren mirar para otro lado. Y de distribuidores y restaurantes que explotan el tópico a sabiendas. Y eso, lo siento, no es defender la gastronomía ni el producto de ningún sitio. 

Por otro lado leo defensas acérrimas de nuestra gastronomía y de nuestra manera de comer. Pero las tabernas de siempre están cada vez más vacías y los gastrobares que sirven quinta gama cada vez más llenos. Nos encantan los ceviches, los tiraditos, los ssam y las pastas rellenas de cosas., aunque luego la mayoría no hayamos comido un chourizo de linguas o un bolo de torresmos. Pero lo que nos gusta es lo nuestro, por lo visto.  


Y no me niego, por supuesto, a que haya cosas de otros sitios. Las disfruto como el que más. Pero no me encajan con el discurso de que lo nuestro es lo mejor. Como tampoco me encaja el hecho de que la cantinela de que lo nuestro es lo mejor sea usado, reiteradamente, por algunos productores que venden materia prima de fuera a precio de oro al revestirla con ese soniquete. Y como no me encaja con todos esos locales (ayer, sin ir más lejos, me tocó experimentar uno) en los que están tan orgullosos de  lo suyo que, en cuanto oyen un acento levemente extranjero o ven un aspecto que se sale de lo habitual entre la clientela local, te intentan colocar lo más caro de la carta. Que además es de fuera. Pero, eh, como lo nuestro no hay nada. Lo sabe todo el mundo. 

Lo siento. No soy complaciente. No lo he sido nunca. Creo que la complacencia no ayuda. Cuando uno no sabe qué hacen los demás de su sector no puede mejorar, cuando uno se empeña en que la culpa de sus desgracias es de los otros no puede hacer más que lamentarse. Cuando uno usa la tradición o el amor al producto local, o a las costumbres o a lo que sea como herramienta de marketing pero luego su discurso real, lo que llega al plato, va por otro lado, eso no está ayudando a mejorar. Es eso lo que no ayuda. Falta autocrítica. Y, sí, lo sé: hay excepciones. Bastantes, por suerte, y muy honrosas. Aunque sean minoritarias. Pueden ser más o menos mediáticas en el sector, pero date una vuelta por tu pueblo, o por el de tus padres. Sal del centro y vete a un barrio de la periferia. Esa es la realidad, no las excepciones honrosas.  

Es más fácil encontrar un cronut que un pan de festa en mi pueblo. Me cuesta menos encontrar un pak choy que unos xenos. En mi pueblo ya no encuentras la tradicional empanada de berberechos cocinados con concha casi nunca, pero a diario puedes comprar una de hojaldre rellena de jamón y queso. Y pizza. Incluso calzone. Hacemos cupcakes y mugcakes y popcakes, brownies, muffins y scones. Bebemos ginebra -pero de aquí (aunque lo de aquí quiera decir en la mayor parte de los casos destilada fuera y envasada aquí)- y ahora vermut, del cual no tenemos ninguna tradición elaboradora pero del que, de pronto, no sólo hacemos un buen montón sino, atención, redoble, alguno de los mejores del mundo. Pero como lo nuestro no hay nada. Los tradicionales vermuts y ginebras que destilaban nuestros abuelos, ya. Pero pídete un chupito de caña después de la cena, verás como los foodies de turno te mirarán mal. 

La mayoría de los foodies (terrible palabra) saben qué es un sashimi y han probado el ajo negro, pero seguramente no saben qué es un apupo o una chanfaina. Pero lo nuestro es lo mejor. Y lo sabe todo el mundo. Yo me conformaría con que aquí se comiera realmente bien, con que el producto fuera honesto, que fuera lo que me dicen que es en todas las ocasiones, que tuviera un precio justo y con que, de verdad, ese amor a la tradición se tradujese en recetas y productos que no desaparecen porque ya nadie los valora, en tabernas llenas, en cocineros de fuera veniendo a aprender técnicas de aquí para reinterpretarlas luego en sus cartas a cientos de kilómetros (y no sólo al reves). Pero no, eso es pedir poco. Tenemos que ser los mejores del mundo, por lo visto. 

LISBOA, UN AÑO MÁS

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No hace mucho hacía mi cuarta visita a Lisboa en tres años, suficientes como para ir viendo cómo la ciudad se va transformando de temporada en temporada, adaptándose al contexto de crisis y encontrando soluciones a veces creativas, a veces en línea con las tendencias internacionales pero que, poco a poco, la han ido convirtiendo en un destino gastronómico realmente interesante. 


No voy a insistir demasiado en lo dicho en los últimos años, en esa mezcla de tradiciones y tendencias actuales, en el peso de las culturas gastronómicas de las antiguas colonias y una gran presencia de las cocinas regionales (especialmente la alentejana, pero no sólo) porque siguen ahí, pasando a formar parte de la nueva oferta de la ciudad. Sí que me gustaría, sin embargo, hablar de otros barrios, menos turísticos, que vamos visitando poco a poco y de algunas cosas nuevas que van apareciendo. 

Pasamos, como siempre, por los barrios más céntricos, por la Baixa, por el Chiado, por el Bairro Alto. Y noto -creo notar- una mayor afluencia turística. La sensación es que crece de año en año. En momentos puntuales puede llegar a recordar a la masificación de las ramblas de Barcelona, pero sólo en alguna de las calles principales de la Baixa o en el Largo de Camoes. En el resto creo que, a día de hoy, es más bien un incentivo, un flujo de público potencial y de dinero que ayuda. 


En estas zonas me sorprende el éxito (confirmado por la crónica en el blog de Carlos Maribona) de A Cevichería, de Kiko Martíns, que hace un año arrasaba con la reciente apertura de su O Talho. Gente haciendo cola en la puerta, mesas que doblan y triplican dentro de un turno. Es cierto que pasamos un viernes a la noche, pero me pareció una muy buena señal en términos de sostenibilidad de nuevos proyectos. La moda de los ceviches que, aunque menos intensa que aquí, lo cual no es difícil, va llegando también a Lisboa. 

Y la moda de las conservas, con la sardina como gran icono gastronómico local, como apuntaba José Carlos Capel, y con las latas haciéndose un hueco ya no sólo en tiendas temáticas, de las que hablaba el año pasado, sino incluso en nuevos restaurantes y locales en los que picar algo como el Sol e Pesca, en la zona de los Cais. 

La sanmiguelización de los mercados. Confieso que no me gusta especialmente esa fórmula que convierte mercados de siempre, por muy decaídos que estuvieran, en food courts que podrían estar en una ciudad o en cualquier otra, mercados para cualquiera menos para el público habitual de los mercados de siempre. Aunque es cierto que aquí la oferta me parece algo más contenida de precio y con algunos cocineros de renombre ofreciendo platos para tomar de manera más informal: de la cocina de Marlene Vieira a una vertical de jamones portugueses o a un tradicional bolo do caco de Madeira (que parecen ser la última moda en street food portugués). 


Paseamos por el barrio de Campo de Ourique. Apenas se ve a un turista por sus calles, cosa que se agradece (por mucho que al final uno no pueda evitar ser un turista más). Edificios preciosos, como esa antigua carnicería en el cruce de Saraiva de Carvalho con Ferreira Borges, calles tranquilas, el muro del cementerio inglés ¿El mercado? Bien, aunque no acabo de encontrarle el punto a esos híbridos en los que la zona gastronómica, de corte actual y marcada por las tendencias, se da la espalda con una parte de mercado de toda la vida que aun pervive. Hay cosas, claro, y si estás por el barrio seguramente vale la pena, pero creo que son posibles formas de reformar de mercados que los mantengan más vivos para el público local, Para su público. 


Muy interesante también la visita al museo Gulbenkian, de tamaño manejable y con una colección imponente. Es un pretexto perfecto, además, para curiosear por otro de esos barrios a los que los turistas apenas llegan, para descubrir la mezquita de la Praça de España, los edificios de colores de la Rua Ressano García, para asomarse a la parte alta del parque Eduardo VII y encontrarse con el Palacio Mendonça. 

De camino, callejeando por la ciudad, nos encontramos con nuevos locales de bagels y hamburguesas, con que la Rua das Flores ya no es sólo la Taberna homónima (con ella ya había motivos más que suficientes para una visita) sino que ésta se ha convertido en el arranque de una nueva zona gastronómica realmente interesante: la tienda de vinos de José María Fonseca, de cuyos bocadillos de lomo me cuentan maravillas, el local en el centro de Landeau y su mítico pastel de chocolates, una quesería...

Algo más arriba, al otro lado del Largo de Camoes, en el arranque de la Rua Loreto, A Manteigaría, una idea que me parece brillante. Pasteis de nata, como en tantos otros sitios en Lisboa, pero a buen precio, de buena calidad, con la posibilidad de acompañarlos de un buen café de precio aun más moderado y con la zona de elaboración a la vista. Y abierto hasta media noche. Fantástico. 


Ya en Peixe em Lisboa, el evento al que vamos todos los años, encontramos el ambiente de siempre, con algunos clásicos (esos pés de burro del Ribamar de Sesimbra) y con nuevas incorporaciones. Disfruto con las vieiras con panceta de la Taberna da Rúa das Flores, con la muxama de salmón de Vitor Sobral. Descubro (y me enamoro de ella) la mousse de chocolate del Pap'Açorda, uno de los clásicos de la ciudad, las huevas de choco con ajo... y el moscatel rojo de Setubal, que no puede faltar. 

No todo fue comer en Peixe em Lisboa. Asistimos a la única ponencia de Quique Dacosta en la Península Ibérica en 2015 (lo encontré a gusto como pocas veces), a una charla realmente divertida de la gente del Mad Foodlab, a exposiciones sobre producción ecológica en Portugal... hubo tiempo para un vino con André Magalhaes en A Taberna da Rua das Flores y para una comida memorable en Belcanto (habrá texto). 


Y hubo tiempo también para moverse por los alrededores, para tomar un papo de anjo inolvidable en Cascais, para ir al Cabo da Roca y para cruzar el puente y comer en Trafaría, uno de esos pueblos de la orilla de enfrente, a la sombra de los silos de grano, que también tendrá su post, porque fue una de las sorpresas del viaje. 


Lisboa me sigue fascinando, sigue descubriéndome cosas después de todos estos años, sigue reinventándose cada año. Se engancha a tendencias que van y que vienen (no más que Madrid, Barcelona o Londres), pero es capaz de mantener su carácter. Por eso disfruto de cada visita como de la primera. Y por eso estoy ya deseando volver. 


BELCANTO (LISBOA)

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Llegué a Belcanto con la curiosidad habitual cuando visito un restaurante del que he leído y escuchado tanto sumada a la curiosidad adicional de quien conoce algo la cocina portuguesa actual, aunque no lo suficiente. Sabía lo que me podía esperar, en términos de la calidad y el nivel de servicio asociados a un dos estrellas, pero no tenía claro por dónde discurriría la comida. De José Avillez había visto platos más clásicos junto a otros con una eminente vocación de modernidad. Y todo esto, llegando desde España, se convertía en una gran incógnita. 


Tengo que decir que, pasado un tiempo desde aquella comida el balance global de la misma es más que positivo. Próximamente hablaré en la web de Zouk Magazine sobre el umbral de expectativa de quien visita un restaurante de esta categoría, de qué esperaría de él en España y de si esto es (o tendría que ser) así en el resto del mundo. Porque probablemente Belcanto no es un restaurante revolucionario a un nivel global, abstracto. Su cocina de hoy no va a cambiar nada en la cocina mundial. Pero tengo la sensación de que tampoco ese es su juego y que el que ha decidido llevar adelante es otro, igualmente válido e igualmente satisfactorio para el cliente. 

José Avillez parece haber enfocado su cocina hacia una renovación de la cocina portuguesa. Y es ahí donde radica su interés. Me gusta esa recorrido culinario que propone en el que hay homenajes indisimulados (incluso acreditados por escrito en el menú) a técnicas y cocineros de otras zonas y cómo estos sirven de preludio a una parte central del menú de auténtica cocina portuguesa contemporánea. Hay referencias a ElBulli o a El Celler de Can Roca que, de alguna manera, parecen poner sobre la mesa influencias, etapas en la formación de Avillez para pasar luego a un menú de productos locales, de sabores de siempre reinterpretados en el que los efectismos desaparecen de la mayor parte de las propuestas. 


Es cierto que hay algún plato que estéticamente parece querer impactar más, pero son los menos dentro de un menú que parece huir de esos impactos para centrarse en la cocina. De todos modos, cuando la estética se compagina con el sabor tengo que decir que esos momentos menos sobrios importan poco. Lo importante, y aquí se logra prácticamente en cada momento, es que cada cucharada está llena de sabor. Y lo que es más importante: la mayor parte del menú te sitúa de manera incuestionable en Portugal y, en buena medida, en Lisboa. 


El menú comienza con una batería de snacks en los que las referencias a la vanguardia española son evidentes. En algún caso, como en la Azeitona XL-LX, se sirve como una Aceituna de ElBulli 2005, una sferificación correcta y potente de sabor. La Ginginha da Abadía trae a sabores de Lisboa aquel bombón de Campari y naranja del Celler de Can Roca. Por su parte, el altramuz, tofu y kaffir es la referencia a uno de los bocados portugueses clásicos con el aperitivo. Junto a ellos se sirve un espumoso Solar de Merufe Grande Reserva 2003, una sorpresa que me enseña otras posibilidades de la uva Loureiro, también muy habitual en algunas zonas de Galicia. 


Una segunda tanda de entrantes sigue en esta línea, recuperando sabores portugueses, como la muy agradable zanahoria encurtida del Algarve con almendra rallada. En otros casos el juego es puramente técnico, aunque de nuevo los sabores locales manden (choco con tinta, presentado como un crujiente con su mayonesa). Un último juego, el bombón de foie con Oporto, una propuesta que nuevamente me recuerda, por concepto y momento en el menú, a algo similar que se hacía con Merlot en El Celler de Can Roca. Aquí llegó un Quinta de Porrais 2013, del Douro. 


Fantásticas las mantequillas. Algo tan simple y, sin embargo, tan poco común. Aromatizada con cítricos, mantequilla de nuez y, la mejor de todas en mi opinión, la mantequilla salada de Azores, servidas con una buena selección de panes: blanco, de maiz, de aceitunas...


El primer plato me descoloca un poco, tanto estéticamente como por el nombre. Vigia: el fondo del mar con sabores de otros lugares. De entrada me recuerda a Dani García. Me pregunto si el menú va a ir por ese camino de los paisajes, los trampantojos y los nombres evocadores. No lo hará. Por debajo de todo eso, sin embargo, puro sabor a mar: yemas de erizo, percebes, camarones, navajas, berberechos, codium. Un permanente juego de texturas y de matices dentro de los sabores yodados al que se añade el contrapunto de la manzana verde. Con este plato nos propusieron un Vinho Verde completamente diferente al tópico que tenía en mente, Solar de Merufe Reserva 2005 loureiro. 

A partir de aquí las cosas irán, a excepción de un plato, por otro camino: presentaciones más sobrias, elaboraciones en las que las técnicas son menos evidentes. Diría que si en esta primera parte el menú pretende sobre todo sorprender/divertir (tengamos en cuenta, sobre todo, que en el contexto portugués muchas de esas técnicas y elaboraciones son o fueron en su momento una absoluta novedad), a partir de aquí el foco se pondrá en sabores profundos, en caldos intensos y en guiños constantes al imaginario portugués. 


Las papas de maiz, anguila ahumada, tuétano y capuchina me parecen un platazo, una explosión de sabor, de untuosidad, de matices salinos, cárnicos, vegetales, grasos. Es un plato que juega con varios referentes, con el tuétano con caviar de Adrià (Santi Santamaría también tuvo algo similar en carta, si no me equivoco), con ese tuétano, anguila y hoja de capuchina de Grant Achatz (que también Marcos Morán revisó en Casa Gerardo en su ostra con su sopa de ostras, tuétano y anguila ahumada). Por su parte, la textura gruesa del maiz seguramente recuerda a la combinación coliflor/caviar de Robuchon que inspiró a a Adrià en su momento, así que todo encaja. 

El resultado, en cualquier caso, es uno de los platos más sabrosos que he probado en meses, capaz además de traer todas esas influencias a terreno portugués a través del juego con las tradicionales papas de milho. Uno de esos platos que justifican por si solos la visita a un restaurante. Riquísimo. Lo acompañamos con un Quinta das Bageiras Pai Abel 2012, a base de uvas Bical y María Gomes, de A Bairrada, Una sorpresa, fresco pero con toques de frutos secos. Desde mi desconocimiento general del mundo del vino (y en particular del portugués) me sirve para recordarme que, cuando pueda, vaya probando más vinos de A Bairrada. 


La huerta de la gallina de los huevos de oro vuelve, por un momento, a una presentación más efectista, con esa lámina de oro comestible. Sin embargo, con huevo, trufa, setas y migas crujientes no hay fallo posible. Agradable. Se sirve con un Quinta do Pinto 2006, un blanco de Lisboa (variedades Viognier y Arinto). 


El corazón de lechuga y ternera se va al extremo opuesto del espectro. Nada de ingredientes nobles ni de elementos estéticos en este plato que es un homenaje a los lisboetas, conocidos como Alfacinhas (lechuguitas). Un cogollo de lechuga aun crocante, aunque tibio, cubierto por finísimas tiras de corazón de ternera, nueces y un velo de tocino y pimienta. Auténtica cocina humilde, sin concesiones. Y sorprendentemente sabrosa. 


El cocido a la portuguesa es una reinterpretación clásica que juega con una de las recetas más populares en el país para ajustar los puntos de cocción de los ingredientes (buenísimas esas cebollitas crocantes), aligerar de grasa y concentrar todo el sabor de las carnes y de una cocción prolongada en un caldo fantástico. Muy rico. El vino para este plato fue un Niepoort Poeirinho 2012, un vino de A bairrada a base de uva Baga y con 20 meses de barrica pese a los cuales me pareció sorprendentemente fresco. Me gustó mucho. 


Chapuzón en el mar: lubina con algas y bivalvos. No es un plato sorprendente, pero estaba realmente sabroso. Una porción generosa de una lubina de buen tamaño, perfecta de punto, acompañada por varios tipos de algas y bivalvos y servida sobre un espectacular caldo yodado que era puro sabor a mar. Muy rica. Vuelta a los vinos blancos con un riesling, un Quinta dos Termos Reserva 2012 de As Beiras.  


El rabo de buey con foie gras, tendones de ternera y garbanzos sobre crema de cebolla con queso de A Ilha es toda una bomba de sabor. El rabo, meloso pero no hasta deshilacharse, se sirve con el foie gras y los tendones en su interior, sobre esa intensa crema de cebolla tostada y queso azoriano. Riquísimo. Uno de esos platos que demuestran que la sorpresa no lo es todo y que, si bien la elaboración puede no resultar innovadora, una cocción cuidada, un fondo sabroso y algún que otro matiz que marca la diferencia (el toque ligeramente resistente de los tendones, el punto de potencia del queso en la crema) ponen de manifiesto que lo realmente importante es la cocina, el sabor, que un plato te deje, incluso a estas alturas del menú, con ganas de más. 

El vino en este caso fue un Quinta da Vegia Reserva 2007, un vino a base de Touriga Nacional y Tinta Roriz, de la región de Dao, impresionante desde mi punto de vista. 


El primer postre, calabaza, con un dulce y un helado de calabaza, me interesó menos, pero en el segundo, cítricos y dulce de huevo, volví a encontrarme con ese lado de la cocina de Avillez que más me gustó. En este caso a través de una revisión de los sabores de la repostería conventual tradicional portuguesa, de los ovos moles, de la almendra, pero con los cítricos bien presentes, aligerando el dulce y redondeando un postre que me pareció muy elegante (en el sentido de poco obvio y, al mismo tiempo, poco pretencioso). Con los postres, un porto blanco Vieira da Sousa 10 Anos


Petit fours que, en cierto modo, retoman ese espíritu lúdico de los snacks con el árbol de chocolate y la caja de frutas


La sensación general tras esta comida es estupenda, con un nivel constante muy alto, sabores intensos, revisiones inteligentes de platos clásicos y, sobre todo, el acento puesto en la cocina. Lo cierto es que disfruté de todo el recorrido, con momentos memorables como esas papas de milho y otros realmente sabrosos como el plato de rabo de buey o el postre de dulce de huevo. Creo que esa regularidad, ese trabajo de cocina, no tan evidente en lo visual pero sí en cuanto te lo llevas a la boca, es lo que define a un dos estrellas. Por no mencionar el atentísimo servicio, el nivel de confort de la sala y todos esos otros detalles que redondean una experiencia de este tipo. 

Comparando lo probado con lo que había leído en los últimos años sobre los menús de Avillez, creo que éste ha ido encontrando un lenguaje de cocina portuguesa contemporánea en el que hay referencias a la cocina de los últimos años pero que consigue, en buena parte de los platos, demostrar una personalidad que tengo la sensación de que marcará parte de la cocina portuguesa de los próximos años. 

El precio: 145€ el menú, IVA incluido (importante, porque este en Portugal es del 23% para hostelería), 6€ el cubierto y 75€ la opción de los vinos. En la línea de biestrellados de grandes ciudades españolas como Lasarte, Ábac o La Terraza del Casino. 


BOCANEGRA A CORUÑA

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A Coruña pasa por un gran momento en lo gastronómico. Ya sea en el sector de la alta cocina como en el de precios medios o en el del tapeo más informal lo cierto es que en los últimos años la ciudad se ha reinventado aportando propuestas nuevas, dando un lavado de cara a algunos de sus clásicos y manteniendo vivos buena parte de sus iconos gastronómicos de tal forma que hoy por hoy es probablemente la ciudad gallega con una oferta más diversa. 


Dentro de esta eclosión de nuevas propuestas hay que destacar la apertura hace unos meses de Bocanegra, en pleno centro, a un paso de la Plaza de María Pita. Si en los últimos tiempos la ciudad había fraguado una oferta de alta gastronomía entre las más sólidas del panorama gallego con la apertura de Árbore da Veira hace un par de años y la llegada de Iván Domínguez a la cocina de Alborada hace unos meses sumándose a la presencia consolidada de A Estación de Cambre, apenas a una decena de kilómetros del centro, el sector del tapeo más cuidado, más puesto al día y centrado en un espacio, un servicio y un producto de calidad también llevaba ese camino desde la apertura de A Culuca y algunos otros. 


Lo cierto es que Bocanegra es, por ubicación y por espacio, uno de los grandes exponentes de ese modelo de negocio que ofrece una cocina sin grandes pretensiones pero interesante, en la que el producto cobra un papel destacado (reconozcámoslo, cuando uno va de tapas esto no siempre pasa), al igual que el sentido común,  y en el que el ticket medio raramente pasará de 25€. Es importante mantener este rango de precios en la cabeza, porque ayuda a contextualizar. Es ahí donde hay que valorar la oferta de Pablo Pizarro y su equipo. Y ahí, a mi, me parece una oferta ganadora. 

Porque más allá de esa ubicación difícilmente mejorable Bocanegra ofrece un espacio informal pero realmente agradable, una cocina vista que se convierte en el centro de atención y un servicio muy por encima de lo que uno esperaría en un local de raciones y vinos. Insisto, porque me parece crucial: el ticket medio en estos casos lo es todo, por comparación con otros en la misma gama. 


Y porque la cocina no se complica innecesariamente. Es cierto que se esfuerzan de manera consciente por ir añadiendo a la carta cosas diferentes, algún plato de otras cocinas, por ir ganando en picantes y especiados aquí y allá, pero sin que eso sustituya a otras propuestas en la carta. Hay, por ejemplo, un curry indonesio de langostinos, pero convive con el bocadillo de calamares y con la tabla de quesos gallegos.  Una oferta que permite curiosear y divertirse al mismo tiempo que, si se prefiere, ir a algunos clásicos de toda la vida. 

Precisamente con uno de esos bocados más tradicionales, la selección de quesos gallegos, de Cortes de Muar, empezamos: curado en manteca, curado en heno, de leche cruda y con chorizo.  Tartar de atún rojo a continuación, bien de picante. En la mesa, mientras esperas, la selección de panes, el tomate rallado y el aceite de Trujal de Artajo de esta campaña te tienen entretenido.


El bocadillo de calamares es, con razón, una de las referencias estrella de la casa. Y digo que con razón porque algo tan sabroso y tantas veces maltratado se pule y se refina aquí hasta convertirse en una pequeña delicia. Si tantas veces nos encontramos calamares de calidad ínfima, frituras bastas, aceitosas y llevadas a cabo hace horas dentro de un pan seco y de mala calidad aquí ocurre todo lo contrario. El pan de cristal es aquí la incorporación crujiente. No hay exceso de miga ni esa sensación de que cuesta masticar tanto pan. El protagonismo aquí es para el relleno, perfectamente frito, acompañado de una mayonesa, limón y unas hojas de albahaca. Lo que normalmente es pan con un poco de calamar aquí es relleno con un envoltorio fino y crujientísimo dentro del que estalla el sabor del calamar, el cítrico, la nota verde que ponen las hojas. 4,10€. Compara con el bocadillo de calamares del bar de la esquina. 


Curry indonesio de langostinos, sin miedo en el especiado (algo poco habitual por aquí). Carpaccio de vaca gallega madurada acompañado de Grana Padano, albahaca y un punto de kimchi. De nuevo un buen ejemplo de lo que es Bocanegra: buen producto bien tratado ¿Por qué ir adelante con el farol de un Parmigiano de nosecuántos meses de maduración si aquí es un simple acompañamiento en una ración de precio contenido en la que manda una excelente carne, si además es más que probable que ese Parmigiano, aquí, llegue en unas condiciones que probablemente no van a ser las óptima y, sobre todo, disparado de precio? ¿Por qué gastar 25 o 27€/Kg en él (o decir que se gastan) si un Grana correcto cumple aquí exactamente la misma función (el punto de sal, el toque ligeramente dulce y picante) por un 40% menos de coste?  Tal vez sea menos llamativo en carta, pero es más sensato. Y el resultado es excelente. A eso me refería cuando hablaba de buen producto y de sentido común.  

Al final, un bocadillo por persona, cuatro raciones compartidas, entre ellas dos de las de precio más alto de la carta y dos cervezas por cabeza salieron en 20€ cada uno. Insisto: valoro lo probado, el precio, el servicio, el local, la ubicación y lo a gusto que nos encontramos y creo que la propuesta es de esas que vale la pena seguir de cerca deseando que cunda el ejemplo en otras ciudades. 


NAGUAR (OVIEDO)

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En estos momentos en España hay infinidad de bares de tapas, gastrobares, gastrotabernas, gastropubs, neotabernas, taperías contemporáneas y demás formatos similares. Y en unas cuantas de ellas hay cocineros que ofrecen cosas sabrosas e imaginativas, lo cual está muy bien. Pero cocinar cosas sabrosas y bien resueltas es algo que, en principio, habría que darle por supuesto a cualquier cocinero, por mucho que en ocasiones no ocurra así. Es a partir de ahí cuando las cosas se ponen interesantes y cuando las etiquetas empiezan a importarme poco. Y es ahí, en ese terreno, donde empieza a haber menos oferta y donde, precisamente, se encuentra Pedro Martino. 


Pedro es un cocinero sólido, sin miedos, capaz de ofrecer una cocina de gastrobar, bar de tapas ilustrado o como queramos etiquetar a su propuesta, muy poco habitual. Es fácil seguir las modas, centrarse en ceviches, tiraditos (sí, aun seguimos con esas) y nems. Y más fácil aún llenar la carta de langostinos, foies y reducciones dulzonas. No hace falta dar nombres, basta con que salgas a la calle en tu ciudad, sea esta la que sea, y seguro que te encuentras un par de propuestas en esa línea antes de haber andado demasiado. Lo que ya no abunda tanto es lo que Pedro ofrece: guiños a otras cocinas, algunas de ellas de moda hoy en día, pero integrados en  platos bien construidos que consiguen una personalidad propia. Es decir: cocina. 

Alitas confitadas thai

Y, sobre todo, falta de complejos. La de Naguar es una cocina que no escapa a los picantes y a los ácidos, refrescante, valiente en ese sentido. Donde lo facilón sería jugar con dulces y toques especiados muy contenidos Pedro se atreve a más. Si jugamos, jugamos con todo. Y ahí es donde me gana, porque no me gustan las medias tintas. Y porque si vamos a hacer guiños a México, a Perú o al sudeste asiático está bien que estos mantengan un sentido y vayan más allá de una pose. Pedro entiende esas otras cocinas y no las usa como recurso estético ni como reclamo, se queda con lo que le interesa de ellas, lo pasa por su filtro y lo integra en sus platos. 

Burrito de carrillera y manzana

De todos modos, creo que no es sólo una cuestión de valentía. Cualquiera puede cargar la mano con el picante o con el ácido. No van por ahí los tiros. Lo de Pedro es alta cocina en formato tapa (aunque no sé si hablar de tapa o de platos pequeños aquí), propuestas que podrían formar parte de un menú gastronómico, que estimulan, que no saturan, que por mucho que se ofrezcan en un restaurante con menos pretensiones están muy por encima de las tapas al uso, platillos elegantes, sabrosos, que invitan a pedir más, que estimulan las papilas en lugar de saturarlas. Cocina de verdad en un formato más casual. 

El burrito de manzana, carrillera, verduras y cítricos es un buen ejemplo. El concepto del plato puede ser de origen mexicano, pero los matices son tailandeses y, sobre ellos, se superpone una capa de sabores locales (manzana, carrillera). Picante, ácido, carne sabrosa, matices frescos de las hierbas... dos bocados y te quedas con ganas de más. 

Pan globo con jugo de ceviche y boniato

Algo muy parecido pasa con el pan globo con jugo de ceviche y boniato asado. De nuevo América, aunque sin caer en el recurso fácil, evitando lo obvio. El crujiente del airbag de pan, el ácido del jugo, el dulzón del boniato, de nuevo el ácido que aligera el dulce. Otra explosión de sabor. De nuevo guiños a otras cocinas en las alitas confitadas thai. 

Ensalada de berenjena asada y acedera de playa

Una propuesta ecléctica, que mira aquí y allá y se queda en el terreno personal de Martino es la ensalada de berenjena asada y acederas de mar con toques de olivada y una suave crema de ajo. Podría figurar como entrante en cualquier menú gastronómico. Elegante, llena de matices ácidos, ahumados, salinos, herbáceos que vas encontrando en cada bocado. el punto ligeramente amargo de la berenjena, el crocante de las acederas, el tomate refrescando y aportando una ligera nota dulce. Un plato que demuestra, en mi opinión, por qué Naguar no es un sitio de tapas o un gastrobar más.  

Coulant de cocido

La cosa mira más hacia casa con las muy buenas croquetas de bacalao al pilpil, melosas, llenas de sabor y con el coulant de cocido de garbanzos, potente y sabroso ganador del concurso nacional de pinchos de Valladolid hace un par de años. Más intensidad en la caldereta de pescados de roca, base de la que fue la tapa ganadora del concurso nacional de tapas marineras, potente casi hasta el límite. 

Caldereta de pescados de roca

Creo que Naguar demuestra que no siempre que un gran cocinero opta por el formato gastrobar lo hace únicamente para hacer caja a base de propuestas resultonas. Puede hacerse, como en este caso, con ambición, ofreciendo sabor, propuestas agradables y sorprendentes pero, sobre todo, ofreciendo algo que tendría que ser tan obvio como cocina, sin más. Cocina sin pretensiones pero sin complejos ni corsés. Cocina de verdad, de esa que te deja con ganas de más. 


LOS PROBLEMAS DE LA PRODUCCIÓN ARTESANA

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Me considero un defensor de los valores de la producción artesana. Creo que buena parte de lo más interesante que he encontrado en el mundo agroalimentario y gastronómico en los últimos años proviene de esa esfera, de trabajos con alma, de proyectos personales que van más allá de lo meramente económico para convertirse en modos de vida a través de la producción de calidad. Sin embargo, vivimos un boom de lo artesanal como moda que implica riesgos de los que creo que no siempre somos conscientes y que vale la pena tener en consideración. 


¿Qué es un producto artesano?
El diccionario de la Real Academia propone dos acepciones: por un lado lo artesano es aquello que se hace de manera mecánica (en contraposición, probablemente, a lo artístico); por otro lado es aquello a lo que el autor le imprime un sello de personalidad propio. Tal vez por ahí vamos más en la línea de lo que la mayoría tenemos en mente. Pero ¿Imprimir un sello propio implica calidad? Es decir, podemos imprimirle carácter propio a algo y que, al mismo tiempo, el resultado sea pésimo. No sería, entonces, el carácter personal o artesanal lo que valoramos en ese producto sino la calidad. 

En otros casos valoramos lo artesanal como portador de maneras de hacer de toda la vida, de sabores ancestrales y de formas de producción en vías de desaparición. Sí, estoy de acuerdo, pero eso no es algo artesanal: es algo tradicional. Confundir tradición y artesanía implica riesgos, ya que hay artesanía que en absoluto es tradicional (pienso en los quesos de Cantagrullas, por ejemplo, que son artesanales pero no tradicionales en un sentido estricto, lo cual no impide que sean estupendos) y, al mismo tiempo, hay trabajadores tradicionales que no consiguen calidades altas. E incluso podríamos decir que hay modos de ejercer tradicionales que han sido mejorados por los avances científicos o investigadores. Y no pasa nada, no son peores por ello. 


Pienso en productos que solemos considerar artesanales que conozco de primera mano, como los quesos de Rey Silo, la leche de Ecoleia o los panes de Pan da Moa y, aunque respetan la tradición no son tradicionales en absoluto: hay maquinaria que no es tradicional, hay una cierta tecnificación allí donde la técnica puede mejorar las cosas y hay, sobre todo, un conocimiento profundo de lo que se traen entre manos que va mucho más allá del simple "aquí se hizo así toda la vida". 

Ese sería un primer problema y un primer riesgo: confundir artesanía con tradición, confundir tradición con algo inmutable e inmejorable, confundir tecnificación o conocimiento científico como una pérdida del saber tradicional. 

Pero el gran riesgo es otro, desde mi punto de vista. No es posible alimentar a 47 millones de españoles a base de producción artesanal. Ni por escala, ni por tiempos ni por precio ¿Podemos ofrecer queso para que 47 millones de personas (más 60 millones de visitantes) lo consuman habitualmente? ¿Podemos hacerlo, además, en todos los rincones de España, en todos los momentos y a un precio asequible para todos? No. Ese es el principal problema con el que hay que trabajar. 


Si la producción artesana no llega ni va a poder llegar a todo el mundo ¿Qué sentido tiene? Yo diría que varios y todos ellos importantes: el primero es el de preservar maneras de trabajar tradicionales adaptándolas a los avances técnicos y sanitarios; otro sería la de ir creando una base de consumidores cada vez más amplia y consciente en cuanto a oficios, materias primas y sabores: cuanta más gente valore el producto artesanal más hará la gran industria por acercar sus métodos de trabajo a ella. 

Y esto me lleva a otros tres elementos fundamentales: el primero es, si somos conscientes de que la gran industria alimentaria va a ser quien alimente a la mayoría de la población la mayor parte del tiempo, el acercamiento necesario (y exigible) de esa gran industria a las formas tradicionales, es decir, al respeto y al trato digno al productor de las materias primas, a la preocupación por la calidad, el sabor y las propiedades nutricionales por encima de los balances de costes y beneficios. Difícil, lo sé, pero imprescindible porque, insisto, no hay pan auténticamente artesano para que casi 50 millones de españoles lo consuman a diario. Ya que hay que consumir el otro, trabajemos para que la distancia entre ambos sea cada vez menor y lo sea en el mejor sentido. 

El segundo, no menos importante e igualmente polémico es el techo de cristal que supone la falta de visibilidad: hay que producir calidad artesana, pero hay que hacer que la gente lo sepa, que valore la diferencia y que entienda la diferencia de precio. Hay que hacer un trabajo inmenso y no siempre gratificante de formación y de divulgación, hay que hacer marketing, hay que entrar en los canales de difusión del sector, aliarse con cocineros, con eventos, con medios de comunicación. Eso no es venderse, no es traicionar nada: es utilizar los mecanismos del sistema en tu propio beneficio. 

El tercero de los problemas es seguramente el menos gastronómico pero también el más importante: la producción artesana puede (y debe) ser una herramienta de cambio, un sistema de fijación de población en el rural, una creadora de alternativas laborales, un sistema de dignificación de oficios tradicionales. Afortunadamente ser un buen panadero hoy no implica la dureza y la austeridad de hace décadas y puede ser una alternativa laboral ética, digna, con condiciones y salarios razonables. Hacia ahí es hacia donde hay que tender. 


Pero hay más: la producción artesana puede (y debe) aportar mucho en términos de sostenibilidad, de trazabilidad, de contacto directo con el productor, de producción responsable, de creación de empleo a pequeña escala, de formación de una conciencia responsable en el consumidor. Puede (y debe) ser el motor del cambio en el sector agroalimentario y gastronómico, en el que la gran industria ha implantado no sólo productos muchas veces de dudosa calidad sino sistemas de producción, salarios y condiciones laborales que poco tienen que ver con la dignificación de los oficios. Hablemos también de eso, porque los productos no nacen de los árboles, no caen de las nubes y si olvidamos cómo se hacen y quién los elabora el discurso pierde todo el sentido. Los hace gente que trabaja, que cobra, que usa materias primas producidas de una manera o de otra, en un sitio o en otro y pagadas de una forma o de otra. Todas esas cuestiones son también la artesanía, la industria o el producto gastronómico que nos llevamos al plato. Los productos no aparecen sobre la mesa por arte de magia, los hace gente. Y ahí está la gran diferencia. 

Empiezo a estar harto de ir por la carretera y leer Panadería Artesana allí donde hasta ayer había sólo un despacho de pan precocido (que seguramente es el mismo que siguen vendiendo hoy), me cansa ver las estanterías de los supermercados llenas de productos industriales con etiquetas que hablan de cosas como "tradicional", "ancestral" o "artesanal", por no seguir con los "de la abuela", "desde 1955", "de generación en generación"... Son palabras que corren el peligro de dejar de significar algo y de convertirse en simples signos de una moda pasajera. 


Defiendo la producción artesana cuando es de calidad, responsable y ética; cuando ha sido capaz de acercarse a los avances y usarlos en su favor; cuando crea alternativas laborales, cuando informa, crea conciencia en los consumidores y hace que la industria y la administración tengan, por poco que sea, que replantearse cosas. La detesto cuando se cierra en un "se hizo así toda la vida", cuando no hay controles sanitarios, cuando no consigue una calidad mínima y pretende vender sólo por ser artesanal o tradicional. Y por supuesto la detesto cuando se usa para inflar precios o para hacerle el juego a grandes superficies. 

Es un sector complejo, capaz de producir grandes cosas pero que necesita ser consciente de sus papel, de su responsabilidad y de sus limitaciones; un sector que está condenado a no conformarse y a buscar equilibrios entre tradición y modernidad, pequeña escala y gran mercado, formación y rentabilización. Seguramente es eso lo que lo convierte en el sector más interesante del actual mundillo gastronómico. 

RESTAURANTE BREL (EL CAMPELLO)

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El restaurante Brel era una pizzería de gestión familiar, abierta por un matrimonio belga hace un par de décadas, en el paseo marítimo de El Campello. Funcionaba bien, por lo que me cuentan, pero no dejaba de ser eso: pizzas, comidas ligeras para días de playa, algunas que otra tapa...

El menú que nos comimos, literalmente (impreso en papel comestible) 

Hace unos meses decidieron encarar una reforma ambiciosa y poner a Greg, uno de los hijos, al frente de la cocina. Su hermano Jordi dirige la sala y su pareja, Pamela, se hace cargo del apartado dulce. Así nace una cocina vista con una barra para degustación en su interior y una gran mesa de madera, al fondo del local, en la que se sirve también esta oferta de corte más gastronómico. El resto del local y de la carta se remodelaron también, pero sin perder de vista ni la historia del local ni su ubicación, de tal modo que hoy en Brel se puede seguir disfrutando de una comida informal o de sus tapas, pero también de un menú degustación ambicioso y, a juzgar por nuestra experiencia, con un enorme futuro. 

Porque Greg y Pamela andan por la mitad de la veintena y porque aunque en algún momento puede que el menú peque de excesivamente ambicioso, en el fondo se ven ganas, se ve oficio y se ve talento. Hay platos que no desentonarían en sitios con mucho más rodaje y con muchas más pretensiones. Esas son las alegrías que te deparan a veces estos sitios menos conocidos. 

Arroz de pichón

Estuvimos allí hace unos meses y se me había pasado escribir. Revisando archivos me doy cuenta de que se habían quedado en el tintero y de que era injusto, porque algunos de sus platos nos hicieron disfrutar mucho y otros nos arrancaron una sonrisa. Se ven ganas de sorprender y de hacerlo bien. Esos mismos días asistí a un taller que impartió Greg sobre arroces que no hizo más que confirmarme que este cocinero tiene las ideas claras y trabaja con un rigor que no es fácil de encontrar en un profesional tan joven. 

Corte de atún rojo

En cualquier caso, aquella noche disfrutamos de un menú con algún guiño local pasado por un filtro provocador, casi excesivo, que al final funcionaba muy bien. Recuerdo, en esa línea, una anguila en all-i-pebre con aire de fresas realmente goloso. O el que para mí fue el plato de la noche (y seguramente del viaje): un arroz de pichón con un aire de alioli de curry rojo para quitarse el sombrero. Greg conoce el recetario local, parece que lo tiene controlado, pero al mismo tiempo es amigo de los dobles saltos mortales, de los sabores potentes, de los contrastes. Introduce ácidos, especiados, picantes sin miedo. Y suele salir bien parado. 

Falsa hueva

Pero no todo va en esa línea. Un menú largo basado en ese tipo de propuestas sería, seguramente, excesivo. Había una gamba cruda servida sobre una piedra caliente que era una gozada, o un "corte" de atún rojo en el que el guiño más gamberro está más en la presentación. El papel crujiente de cochinillo es un sabroso juego técnico que respeta lo más interesante de ese producto y lo eleva a la máxima expresión, como hacía al inicio del menú la tierra de salazones y pulpo seco de un efectista almendro comestible o, algo más adelante, la falsa hueva de mar: agua de mejillones, algas, katsuobushi, tobiko...

Gamba al natural 

De nuevo el lado más efectista, jugando con las técnicas y la escenografía, en los postres de Pamela: falsos huevos rellenos de fruta y un paisaje comestible que se monta directamente sobre la mesa al ritmo de una música compuesta expresamente para esta receta. 

Me gustan las sorpresas, sobre todo cuando vienen de la mano de gente joven y con ganas. Me gustan porque, de pronto, te encuentras con que hay gente ambiciosa haciendo cosas realmente interesantes ¿Que habrá cosas que pulir? Seguro ¿Que yo soy, por lo general, de cocina más comedida? También. Pero teniendo en consideración la edad de los cocineros y donde están, tengo muy poco que objetar. Cocinan, se divierten, lo hacen bien y son capaces de sacarse de la chistera algunos momentos realmente altos en el menú. Es más que esperanzador pensar en lo que pueden hacer en unos años, si todo sigue el curso que parece que va a seguir. 


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