Hay nombres en esto de la gastronomía que la gente menciona con especial respeto. Es decir, hay restaurantes más o menos de moda, cocineros que tienen ganado el aplauso de la crítica y de los comensales y hay también cocineros con una reputación profesional incuestionable. Pero al mismo tiempo existe una pequeña -muy pequeña- nómina de restaurantes que parecen tener algo más, que tal vez no sean los mejores objetivamente -qué difícil esto de decir quién es el mejor y en qué- pero que suman a su propuesta una serie de valores añadidos en relación con una tradición o con un territorio que les hacen ocupar ese lugar tan poco habitual.
Diría que es algo que pasa con Casa Gerardo, por ejemplo: es un restaurante cocina contemporánea, pero es algo más. Es todo el peso de 130 años de historia, es historia viva de la cocina asturiana contemporánea, es todos los cocineros que han pasado por allí de alguna manera y que hoy ejercen en otros fogones. Y tengo la sensación de que en Cataluña es algo que pasa con Els Casals. Tendrá que ver con su ubicación, con su militancia en una cocina catalana cuyas raíces se hunden en la tradición pero que es capaz de no detenerse ahí.
A mí, en cualquier caso, era un lugar que me atraía desde hace mucho por lo que leía, por lo que me contaban. Había estado en el Sagàs de Barcelona en un par de ocasiones, pero es otra cosa. Sabroso, divertido (un poco pasado de precio, si se me pregunta), pero otra cosa. Pero, claro, acercarse hasta Els Casals, encaramado en una colina a unos 90 Km de Barcelona no siempre es fácil para los que, como yo, cuando viajamos a la ciudad solemos ir en avión.
Aun así, antes o después había que ir. Y hace unas semanas surgió la ocasión. Y me alegro de que las buenas sensaciones, de que lo leído y lo escuchado se confirmasen allí, en Sagàs, en el Berguedà. Porque es allí donde entiendes en toda su extensión el concepto Tancant Cercles (cerrando círculos) que rige su cocina: de la tierra al plato. Allí se siembra y se recoge, se cría, se sacrifica, se despieza, se cura o se procesa. Y, por supuesto, se cocina. Y se habla de cocina, del territorio y de esos círculos que rodean al cocinero y su equipo.
No voy a hablar hoy sobre la parte de producción, quedará para otro día. No quiero que el texto se alargue en exceso y me gustaría hablar sobre la comida, sobre lo que llegó a los platos (y a las copas) y sobre las sensaciones que me transmitió. Porque, al final, además de ser un gran restaurante, creo que el mérito de Els Casals está en ser un lugar que despierta sensaciones muy marcadas. Supongo que no aptas para todos los públicos pero que, en mi caso, hicieron que cada plato cobrara mayor significado.
Y no quiero desmenuzar el menú plato por plato, por mucho que me pareciera fantástico y se convirtiese en parte fundamental de una de las grandes experiencias gastronómicas que he tenido la suerte de disfrutar en mucho tiempo. Pasaré por algunos platos, la mayoría están aquí, en foto. No quiero hacer una crónica pormenorizada porque la visita me pareció mucho más interesante que todo eso.
Pa amb tomàquet líquido con longaniza
Me quedo, eso sí, con algunos platos que no quiero dejar de destacar. Momentos del menú que lo explican todo, que hablan de producto, de lo local, de lo ancestral y de lo innovador y que lo hacen sin estridencias, sin artificios. Platos que prescinden de bengalas y luces de colores pero que impactan. Y tanto que impactan.
Tostada de trufa
Sobrasada con panal y pa amb tomàquet. El producto, sin más. El producto (uno de los productos) icónicos de Els Casals. Mágica, fundente. Te sitúa en aquel lugar de golpe y sin rodeos. Salí de allí con una sobrasada, entre otras cosas, bajo el brazo, aunque en casa no sea lo mismo. Creo que la recordaré mucho tiempo, no sólo por el sabor, no sólo por la elaboración. La recordaré por la sencillez con la que se presenta, la falta total de amaneramientos. No se disfraza, no se envuelve. Es lo que es.
Sobrasada con panal y pa amb tomàquet
Divertido también el Pa amb tomáquet líquido con longaniza que llegó antes y, cómo no, la tostada de trufa. De trufa recogida a 500 metros de la cocina, fresquísima, fragante pero no invasiva. De nuevo las cosas sencillas ganándose la atención por si solas.
Ensalada de tubérculos
Estupenda la ensalada de tubérculos que servía de puente entre los entrantes, con la potencia de la sobrasada, y los principales. No es la cocina que uno asocia con el tópico que suponen Oriol Rovira y Els Casals y no es, seguramente, una propuesta que se vea igual si se prescinde de su papel en el menú, pero es un platazo. O al menos a mí me lo parece. Difícil hacer más con productos tan humildes. Un plato que reivindica variedades poco utilizadas de nabo, que recurre a zanahorias verdes, a alcachofas chinas; que es todo texturas y matices, diferentes grados de crujiente, sabores tenues potenciados aquí y allá por un encurtido, por el toque de yogur y wasabi. Un plato que, después de la potencia gustativa de los entrantes, es un punto y aparte, casi un shock para el paladar, un trou normad de granja, un concepto universal que aquí se hace local a través de lo más humilde. Precioso (y no sólo en lo estético). Si la sobrasada era el producto, el primero de los ejes rectores del menú, éste plato es la elegancia, la capacidad de generar sorpresas desde lo más sencillo. Un plato de perfil gustativo muy bajo que, sin embargo, va enganchando con cada bocado.
Texturas de alcachofa
De los principales me quedo, seguramente, con tres. Muy agradables el plato de alcachofas y la col con pollo confitado, pero las pochas con perdiz escabechada me parecieron, de nuevo, un ejercicio de elegancia. Y el canelón, de vuelta de nuevo a los sabores potentes, a esa sensación de horas de fuego en cada cucharada, de sabores concentrados hasta el punto justo.
Con con pollo confitado
Pero tras estos y después del arroz de trufa (no soy un gran amante de la trufa, aunque en este menú la disfruté mucho. Tal vez por eso no fue de los platos que más me llamaron la atención) acabamos la parte salada del menú con una monumental oveja con polenta. Oveja adulta madurada 30 días. Y aun así, pese a lo que cabría esperar, sutil, de una rara elegancia. Carne suavísima pero con mucha personalidad. De esos platos que no sólo justifican el viaje sino que, al menos para mí, pasan a estar entre esos memorables que te encuentras muy de vez en cuando.
perdiz con pochas
De los postres me quedo con el llamado Paula: Crema de limón, granizado de apio, hebras de bitxo (chile) y helado de chocolate blanco. Refrescante tras la batería de canelón-arroz-oveja y muy interesante.
Canelón de rostit con boletus y trufa
En cuanto a los vinos, entre otros que no recuerdo y que me ofrecieron un panorama muy interesante de diferentes tendencias en el vino catalán actual, un Señora Carmen 2012 (un garnacha de Terra Alta), un Eva (otro garnacha, aunque ahora D.O. Montsant), un Carles Andreu Trepat 2012 (D.O. Conca de Barberà)... y a partir de aquí la memoria, entre que el tema de los vinos es el que más me flojea, no hice fotos de todas las botellas y, además, como puede apreciarse, la sucesión de botellas fué más que discreta, empieza a fallar. Hubo un Lo Givot (D.O. Priorat) fantástico del que, hasta que no venga alguien en mi ayuda no puedo ofrecer más datos. Y un blanco que, por mucho que me esfuerce, no recuerdo.
Arroz de trufa
Y charla, mucha charla. Acompañada de ratafia casera y de una chimenea.
Oveja con polenta
De vuelta hacia Barcelona pensaba en que en Els Casals te cuentan una historia, como en cualquier otro restaurante. Son ellos los que se definen, los que se sitúan en el mundo. Pensaba en que todo, desde la cría de los cerdos al curado de las sobrasadas, desde el plato más tradicional al más creativo, encaja en esa historia, en esos círculos que quieren cerrar. Es una historia, además, muy difícil de encontrar en cualquier otro sitio. Una historia personal de un cocinero y de su familia, pero también una historia en un lugar y una cultura gastronómica muy concretos. Una historia que recoge la tradición y la hace moderna pero que se mantiene al margen de modas y de tendencias. Supongo que es eso lo que hace que el nombre de Oriol Rovira se mencione siempre con respeto. Y supongo que es eso lo que hace que, para mí, la jornada pasada en Els Casals sea una de esas experiencias gastronómicas para recordar.